/ domingo 23 de julio de 2023

Californidad originaria e inmigración (I)

(Primera de dos partes)

Cuando los ingleses expulsados de su país por la persecución religiosa, llegaron a este continente que les dio albergue, protección y alimento, ya habían ocurrido las gestas que dieron fisonomía a sus pobladores y a sus poblaciones desde la Nueva España hasta el extremo austral.

Posteriormente a su arribo tardío a nuestra América y a su independencia de Inglaterra en 1776, más de dos siglos después de haber sido fundada la Real y Pontificia Universidad de México, los primeros habitantes de las 13 colonias se adjudicaron el gentilicio universal de “americanos”, como si hubieran sido los primeros en plantarse en estas tierras.

La primera California fue, en 1535, lo que hoy es Cabo San Lucas, durante la presencia de Hernán Cortés en la porción sur de la nueva tierra, y tal nombre literario lo recibieron paulatinamente el resto peninsular y, en último lugar, la parte continental que constituyó la nueva o alta de las Californias.

Bueno, pues cuando, a consecuencia de la guerra de los Estados Unidos contra México, ese enorme territorio fue tomado en 1848 como botín por la nación norteamericana, se arrogó el nombre de “California”, eliminando los adjetivos de “nueva” y “alta”; y la parte peninsular asumió para sí los nombres de Vieja, Antigua y Baja California.

Sólo estos dos ejemplos pueden llevarnos a considerar la injusticia de que la parte inmigrante avasalle a la originaria, auténtica y genuina que, paradójicamente, debiera conservar preponderancia.

Como dice el poema de Jordán cuando afirma que en la primera California: “Ya no hay guaycura que tome la palabra, pues murió en la espera”. Y el escritor sabía de qué estaba hablando: Sus etnias originarias estaban extintas ya desde los primeros decenios del siglo XIX. Su lugar fue ocupado por los californios que rescataron y tomaron a su cargo las tierras abandonadas por el antiguo régimen misional, con su riqueza lingüística, de costumbres, de tradiciones, de economía de autosuficiencia, de comunión con la tierra, de apego irrenunciable a la California que recibieron de herencia, a la que de ninguna manera han estado dispuestos a renunciar.

Nunca han pedido nada, jamás han exigido algo que vaya más allá de su libertad de vivir en libertad en la sierra, en su ribera, en su rancho, en su mineral, en su valle, en su autonomía inexcusable, produciendo cuanto pueden en la tierra que aman entrañablemente.

Son los californios con más oportunidades de escolaridad, información y recursos, que saben de sus afanes y anhelos, quienes están obligados a secundar sus empeños para tener asesoría, capacitación, créditos, comprensión y un poco de lluvia, aunque esto último ya depende más de factores climáticos. Sin embargo, tiene relación con la “geografía de la esperanza” que aún se puede disfrutar, y depende de los propios californios rurales protegerla para bien de todos, como lo hacen desde siempre, incluyendo los tesoros rupestres, patrimonio artístico de la humanidad.

En los tiempos que corren, compatriotas que se reconocen de extracción africana e indígena -orígenes que deberán probarse en cada caso en su oportunidad- llegados de otras partes del continente mexicano, aspiran a obtener prioridad en las decisiones sobre las que debieran beneficiar, por lo menos en igualdad de circunstancias, a los californiodescendientes, por motivos de antigüedad (Prior tempore potior iure: primero en tiempo, primero en derecho), aquellos que provienen de los antiguos poseedores de la tierra sudpeninsular, desde la primera mitad del siglo XIX, vale repetir.

Éstos ocupan, de acuerdo con información del INEGI, el 21 % de la población rural de Baja California Sur, o sea la mayor de las minorías de los grupos que exigen representación en el congreso estatal, junto a otras minorías de personas que dicen poseer preferencias sexuales diferentes, asunto que rebasa la finalidad y el espacio de esta colaboración.

Pueblan también el territorio sudcaliforniano comunidades de otras procedencias como la china que, con criterios de justicia e igualdad, merecerían ocupar también un lugar en el espacio legislativo.

En todo caso se debe reconocer que el homo sapiens (especie de los primates-homínidos a la que pertenecemos) proviene de África, y que de varias maneras somos productos del mestizaje europeo-americano-africano y asiático.

Al final todos podrían y pueden reconocerse como sudcalifornianos, privilegiados pobladores esa tierra seca y generosa, y acogerse sin diferencias a lo que dispone el artículo 7o de la Constitución estatal:

“En el Estado de Baja California Sur todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos por la Constitución General de la República, los Tratados Internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte y los contemplados en esta Constitución, sin distinción alguna…”

Saltos innecesarios, pues, en un suelo tan parejo…

(Primera de dos partes)

Cuando los ingleses expulsados de su país por la persecución religiosa, llegaron a este continente que les dio albergue, protección y alimento, ya habían ocurrido las gestas que dieron fisonomía a sus pobladores y a sus poblaciones desde la Nueva España hasta el extremo austral.

Posteriormente a su arribo tardío a nuestra América y a su independencia de Inglaterra en 1776, más de dos siglos después de haber sido fundada la Real y Pontificia Universidad de México, los primeros habitantes de las 13 colonias se adjudicaron el gentilicio universal de “americanos”, como si hubieran sido los primeros en plantarse en estas tierras.

La primera California fue, en 1535, lo que hoy es Cabo San Lucas, durante la presencia de Hernán Cortés en la porción sur de la nueva tierra, y tal nombre literario lo recibieron paulatinamente el resto peninsular y, en último lugar, la parte continental que constituyó la nueva o alta de las Californias.

Bueno, pues cuando, a consecuencia de la guerra de los Estados Unidos contra México, ese enorme territorio fue tomado en 1848 como botín por la nación norteamericana, se arrogó el nombre de “California”, eliminando los adjetivos de “nueva” y “alta”; y la parte peninsular asumió para sí los nombres de Vieja, Antigua y Baja California.

Sólo estos dos ejemplos pueden llevarnos a considerar la injusticia de que la parte inmigrante avasalle a la originaria, auténtica y genuina que, paradójicamente, debiera conservar preponderancia.

Como dice el poema de Jordán cuando afirma que en la primera California: “Ya no hay guaycura que tome la palabra, pues murió en la espera”. Y el escritor sabía de qué estaba hablando: Sus etnias originarias estaban extintas ya desde los primeros decenios del siglo XIX. Su lugar fue ocupado por los californios que rescataron y tomaron a su cargo las tierras abandonadas por el antiguo régimen misional, con su riqueza lingüística, de costumbres, de tradiciones, de economía de autosuficiencia, de comunión con la tierra, de apego irrenunciable a la California que recibieron de herencia, a la que de ninguna manera han estado dispuestos a renunciar.

Nunca han pedido nada, jamás han exigido algo que vaya más allá de su libertad de vivir en libertad en la sierra, en su ribera, en su rancho, en su mineral, en su valle, en su autonomía inexcusable, produciendo cuanto pueden en la tierra que aman entrañablemente.

Son los californios con más oportunidades de escolaridad, información y recursos, que saben de sus afanes y anhelos, quienes están obligados a secundar sus empeños para tener asesoría, capacitación, créditos, comprensión y un poco de lluvia, aunque esto último ya depende más de factores climáticos. Sin embargo, tiene relación con la “geografía de la esperanza” que aún se puede disfrutar, y depende de los propios californios rurales protegerla para bien de todos, como lo hacen desde siempre, incluyendo los tesoros rupestres, patrimonio artístico de la humanidad.

En los tiempos que corren, compatriotas que se reconocen de extracción africana e indígena -orígenes que deberán probarse en cada caso en su oportunidad- llegados de otras partes del continente mexicano, aspiran a obtener prioridad en las decisiones sobre las que debieran beneficiar, por lo menos en igualdad de circunstancias, a los californiodescendientes, por motivos de antigüedad (Prior tempore potior iure: primero en tiempo, primero en derecho), aquellos que provienen de los antiguos poseedores de la tierra sudpeninsular, desde la primera mitad del siglo XIX, vale repetir.

Éstos ocupan, de acuerdo con información del INEGI, el 21 % de la población rural de Baja California Sur, o sea la mayor de las minorías de los grupos que exigen representación en el congreso estatal, junto a otras minorías de personas que dicen poseer preferencias sexuales diferentes, asunto que rebasa la finalidad y el espacio de esta colaboración.

Pueblan también el territorio sudcaliforniano comunidades de otras procedencias como la china que, con criterios de justicia e igualdad, merecerían ocupar también un lugar en el espacio legislativo.

En todo caso se debe reconocer que el homo sapiens (especie de los primates-homínidos a la que pertenecemos) proviene de África, y que de varias maneras somos productos del mestizaje europeo-americano-africano y asiático.

Al final todos podrían y pueden reconocerse como sudcalifornianos, privilegiados pobladores esa tierra seca y generosa, y acogerse sin diferencias a lo que dispone el artículo 7o de la Constitución estatal:

“En el Estado de Baja California Sur todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos por la Constitución General de la República, los Tratados Internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte y los contemplados en esta Constitución, sin distinción alguna…”

Saltos innecesarios, pues, en un suelo tan parejo…