/ martes 27 de agosto de 2019

Universidad y responsabilidad social

segunda y última parte

Francois Vallaeys sostiene que “la responsabilidad social le exige a la universidad ser una organización que se piensa, se investiga y aprende de sí misma para el bien de la sociedad”[1].

Se trata de un nuevo paradigma que obliga a replantear epistemológicamente el modelo educativo. Si la universidad ya avanzó en indicadores de calidad académica y de gestión, el paso siguiente es emplear, de manera congruente, esa fortaleza para atender asuntos de urgente trascendencia: justicia y equidad social y cuidado del medio ambiente. La docencia, la investigación, la difusión y extensión de la cultura y la vinculación tienen que enfocarse a contribuir con estos fines. La universidad, con cada uno de sus miembros en sintonía, debe ser congruente y consistente entre el discurso y la acción, pues la responsabilidad social universitaria descansa en la exigencia ética sobre las acciones e impactos de la universidad como organización.

De acuerdo con Vallaeys, la universidad genera cuatro tipos de impacto: organizacional, educativo, cognitivo y social. La universidad socialmente responsable debe preguntarse, en consecuencia, por su huella social y ambiental, por el tipo de personas que egresan de sus aulas, por la pertinencia del conocimiento que produce y por la manera en cómo contribuye a resolver problemas sociales. La importancia de que la universidad mantenga su autonomía radica, entre muchos factores, en que a través de su impacto cognitivo produce paradigmas mentales y modelos prácticos que serán utilizados por los futuros líderes que reproducirán lo aprendido. La libertad que ofrece la autonomía es indispensable para corregir esas maneras arraigadas, afirma el filósofo francés, que se han profundizado en prácticas de un modelo de desarrollo insostenible ambientalmente. La universidad debe ser, en todo momento, una fuente de formación ética a partir de la construcción de hábitos de convivencia, de ahí la importancia de integrar la gestión dentro de las funciones sustantivas.

Pero este cambio de paradigma requiere, necesariamente, la participación de todos los miembros de la comunidad universitariay, de manera especial, el respeto irrestricto de la autonomía universitaria por parte de todos los actores sociales. Necesita también el soporte de las instancias financiadoras, es decir, el compromiso del Estado mexicano de mantener, a través de la universidad pública, oportunidades de educación superior de calidad. La universidad, por su parte, debe fortalecer su compromiso de transparencia y rendición de cuentas, tanto en sus áreas académicas como de gestión.

En este contexto, no puede desestimarse que las universidades públicas estatales (UPE) enfrentan una presión real ligada al financiamiento público y se ven inmersas en problemas estructurales que trascienden su capacidad de gestión y pueden limitar seriamente sus funciones sustantivas. Entre 2015 y 2017 el financiamiento a las UPE disminuyó un 11% en términos reales.[2] Ello exige una alta responsabilidad y un cuidado extremo en la dirección institucional, así como un compromiso solidario por parte de toda la comunidad universitaria para irse adaptando a las condiciones que imponen los ámbitos estatal y nacional. Planear a mediano y largo plazo es una necesidad, es un derecho y es una obligación.

Es frente a este reto que se vuelve más sensible el tema de la autonomía universitaria. La formación ética de los próximos líderes y de los futuros ciudadanos económicamente productivos requiere un ambiente de libertad intelectual que favorezca la transmisión y generación del conocimiento y el aprendizaje de hábitos sociales que se funden en la solidaridad y la fraternidad; valores que deben estar ajenos a los intereses parciales de una u otra ideología política o creencia religiosa.

La sociedad confía en sus universidades y espera de ellas respuestas concretas a problemas concretos. El desafío de sostener, para las futuras generaciones, un planeta sobreexplotado y además recomponer el pacto social también es tarea de los universitarios. La formación integral tiene que ver con estos grandes temas que se entrelazan con los que se estudian profesionalmente en las aulas, como derechos humanos, salud, demografía, democracia, producción alimentaria, y un largo y especializado etcétera. La responsabilidad social universitaria descansa en la encomienda de contribuir a elevar la calidad de vida de todos.

Rector de la Universidad Autónoma de Baja California Sur

Profesor investigador/ UABCS

segunda y última parte

Francois Vallaeys sostiene que “la responsabilidad social le exige a la universidad ser una organización que se piensa, se investiga y aprende de sí misma para el bien de la sociedad”[1].

Se trata de un nuevo paradigma que obliga a replantear epistemológicamente el modelo educativo. Si la universidad ya avanzó en indicadores de calidad académica y de gestión, el paso siguiente es emplear, de manera congruente, esa fortaleza para atender asuntos de urgente trascendencia: justicia y equidad social y cuidado del medio ambiente. La docencia, la investigación, la difusión y extensión de la cultura y la vinculación tienen que enfocarse a contribuir con estos fines. La universidad, con cada uno de sus miembros en sintonía, debe ser congruente y consistente entre el discurso y la acción, pues la responsabilidad social universitaria descansa en la exigencia ética sobre las acciones e impactos de la universidad como organización.

De acuerdo con Vallaeys, la universidad genera cuatro tipos de impacto: organizacional, educativo, cognitivo y social. La universidad socialmente responsable debe preguntarse, en consecuencia, por su huella social y ambiental, por el tipo de personas que egresan de sus aulas, por la pertinencia del conocimiento que produce y por la manera en cómo contribuye a resolver problemas sociales. La importancia de que la universidad mantenga su autonomía radica, entre muchos factores, en que a través de su impacto cognitivo produce paradigmas mentales y modelos prácticos que serán utilizados por los futuros líderes que reproducirán lo aprendido. La libertad que ofrece la autonomía es indispensable para corregir esas maneras arraigadas, afirma el filósofo francés, que se han profundizado en prácticas de un modelo de desarrollo insostenible ambientalmente. La universidad debe ser, en todo momento, una fuente de formación ética a partir de la construcción de hábitos de convivencia, de ahí la importancia de integrar la gestión dentro de las funciones sustantivas.

Pero este cambio de paradigma requiere, necesariamente, la participación de todos los miembros de la comunidad universitariay, de manera especial, el respeto irrestricto de la autonomía universitaria por parte de todos los actores sociales. Necesita también el soporte de las instancias financiadoras, es decir, el compromiso del Estado mexicano de mantener, a través de la universidad pública, oportunidades de educación superior de calidad. La universidad, por su parte, debe fortalecer su compromiso de transparencia y rendición de cuentas, tanto en sus áreas académicas como de gestión.

En este contexto, no puede desestimarse que las universidades públicas estatales (UPE) enfrentan una presión real ligada al financiamiento público y se ven inmersas en problemas estructurales que trascienden su capacidad de gestión y pueden limitar seriamente sus funciones sustantivas. Entre 2015 y 2017 el financiamiento a las UPE disminuyó un 11% en términos reales.[2] Ello exige una alta responsabilidad y un cuidado extremo en la dirección institucional, así como un compromiso solidario por parte de toda la comunidad universitaria para irse adaptando a las condiciones que imponen los ámbitos estatal y nacional. Planear a mediano y largo plazo es una necesidad, es un derecho y es una obligación.

Es frente a este reto que se vuelve más sensible el tema de la autonomía universitaria. La formación ética de los próximos líderes y de los futuros ciudadanos económicamente productivos requiere un ambiente de libertad intelectual que favorezca la transmisión y generación del conocimiento y el aprendizaje de hábitos sociales que se funden en la solidaridad y la fraternidad; valores que deben estar ajenos a los intereses parciales de una u otra ideología política o creencia religiosa.

La sociedad confía en sus universidades y espera de ellas respuestas concretas a problemas concretos. El desafío de sostener, para las futuras generaciones, un planeta sobreexplotado y además recomponer el pacto social también es tarea de los universitarios. La formación integral tiene que ver con estos grandes temas que se entrelazan con los que se estudian profesionalmente en las aulas, como derechos humanos, salud, demografía, democracia, producción alimentaria, y un largo y especializado etcétera. La responsabilidad social universitaria descansa en la encomienda de contribuir a elevar la calidad de vida de todos.

Rector de la Universidad Autónoma de Baja California Sur

Profesor investigador/ UABCS