/ lunes 20 de enero de 2020

Universidades públicas: autonomía acosada

El concepto de autonomía universitaria a veces no se entiende a cabalidad. No es infrecuente que se crea que las universidades autónomas funcionan como Estados dentro del Estado, como espacios de excepción dentro del marco legal establecido, lo cual es, como muchos saben o intuyen, falso, ilógico e inverosímil. Todas las instituciones autónomas nacen con esta característica, precisamente, porque es la ley la que les otorga esta condición. La autonomía es una prerrogativa legal que presupone todo el proceso legislativo que las mismas leyes sustentan.

La autonomía universitaria tiene, además del soporte legal, otra serie de fundamentos: históricos, sociales y académicos. Si la ley refleja la voluntad popular traducida por los poderes legislativo y ejecutivo, podemos deducir que no se trata de una concesión, sino de un efecto del sentir de la mayoría. Es obvio que en ese ejercicio de interpretación, la ley puede ser reformada y ajustada a esa voluntad y cambiar el estado original de las cosas si se cumple, justamente, con esa premisa.

En el caso particular de las universidades, su autonomía se desprende directamente de la Constitución Política de nuestro país, es decir, del máximo ordenamiento legal sobre el que se sustenta el propio Estado mexicano. En otras palabras, la autonomía universitaria es consustancial a la esencia jurídica que le da razón de existir al país mismo, a sus instituciones que organizan su vida pública. Que así sea significa que las universidades autónomas se reconocen como espacios que coadyuvan al fortalecimiento de la nación.

La autonomía universitaria entraña una condición de libertad que se traduce en tres ámbitos: para definir su oferta académica y el contenido de sus planes de estudios; para elegir, sin que ningún poder exterior intervenga, a sus autoridades académicas y, en tercer lugar, para administrar los recursos financieros que le son asignados y entregados.

El estatus de autonomía se les ha conferido porque la muy larga experiencia en Occidente de estas instituciones de educación superior (casi mil años desde la fundación de la Universidad de Bolonia en 1088) ha demostrado que el conocimiento y su preservación requieren de espacios en donde la libertad sea la condición indispensable para que la imaginación y el talento se desarrollen.

En ese largo periodo, desde el año 1088, las universidades, como instituciones, han sobrevivido a todo: desde pestes medievales y guerras de religión, hasta guerras mundiales y el ascenso y caída de regímenes totalitarios. Ello significa que su aportación, como patrimonio cultural, marca diferencias tanto en lo individual como en lo colectivo. Las sociedades que hoy día se consideran más y mejor desarrolladas son aquellas que han hecho de la educación un instrumento de oportunidades y de justicia social para su gente. Esta experiencia global, por sí misma, hace que las universidades en general sean muy apreciadas por sus aportaciones pero, sobre todo, por el margen de esperanza y posibilidades que ofrecen a quienes deciden inscribirse en ellas, especialmente a los jóvenes.

En países en donde campea la desigualdad, la inequidad y la injusticia, las universidades pueden ser el único espacio real para forjar cambios profundos. De ahí la necesidad, cuando no la urgencia, de cuidarlas, de preservarlas, de fortalecerlas. ¿Cómo? Respetando su autonomía y proveyéndolas de recursos (planta docente y administrativa con seguridad laboral, infraestructura, equipamiento) para que cumplan sus fines: docencia, investigación, vinculación social.

Pero ¿qué está ocurriendo en nuestro país?, pues se observa una cruzada sistemática en contra de universidades públicas y su autonomía. Desde el año pasado hubo intentos, desde Congresos locales, por cambiar leyes orgánicas de universidades públicas, sin considerar a sus respectivas comunidades. Las universidades de Hidalgo, Guerrero, Veracruz, Sinaloa, Estado de México y Baja California Sur enfrentaron la intención de trastocar sus autonomías amparadas constitucionalmente. Apenas hace unos pocos días la Universidad Autónoma de Nayarit, en pleno periodo vacacional, sufrió un embate directo al cambiársele su Ley Orgánica sin consulta previa a las y los universitarios y la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla también padece, en estos momentos, una afrenta a su autonomía.

Quienes han promovido los intentos de cambio de Ley olvidan aspectos esenciales: que las universidades públicas en México, como parte del sistema educativo nacional, costaron un millón de vidas en la Revolución; que con el paso de los años han sido espacios reales de movilidad social en un país desigual; que el fortalecimiento de sus estructuras, apoyado por el Estado, las convierte en un patrimonio cultural invaluable; que las historias contemporáneas de desarrollo de muchas regiones del país no se entienden ya sin la dinámica de estas instituciones y que, desde hace casi mil años, la universidad concentra, por su naturaleza misma, a las mentes más preclaras de sus respectivas sociedades.

Atentar, acosar la autonomía universitaria es arrojar una semilla podrida al de por sí incierto terreno del futuro, es despreciar la ilusión de millones de jóvenes de vivir en un mejor país.

El concepto de autonomía universitaria a veces no se entiende a cabalidad. No es infrecuente que se crea que las universidades autónomas funcionan como Estados dentro del Estado, como espacios de excepción dentro del marco legal establecido, lo cual es, como muchos saben o intuyen, falso, ilógico e inverosímil. Todas las instituciones autónomas nacen con esta característica, precisamente, porque es la ley la que les otorga esta condición. La autonomía es una prerrogativa legal que presupone todo el proceso legislativo que las mismas leyes sustentan.

La autonomía universitaria tiene, además del soporte legal, otra serie de fundamentos: históricos, sociales y académicos. Si la ley refleja la voluntad popular traducida por los poderes legislativo y ejecutivo, podemos deducir que no se trata de una concesión, sino de un efecto del sentir de la mayoría. Es obvio que en ese ejercicio de interpretación, la ley puede ser reformada y ajustada a esa voluntad y cambiar el estado original de las cosas si se cumple, justamente, con esa premisa.

En el caso particular de las universidades, su autonomía se desprende directamente de la Constitución Política de nuestro país, es decir, del máximo ordenamiento legal sobre el que se sustenta el propio Estado mexicano. En otras palabras, la autonomía universitaria es consustancial a la esencia jurídica que le da razón de existir al país mismo, a sus instituciones que organizan su vida pública. Que así sea significa que las universidades autónomas se reconocen como espacios que coadyuvan al fortalecimiento de la nación.

La autonomía universitaria entraña una condición de libertad que se traduce en tres ámbitos: para definir su oferta académica y el contenido de sus planes de estudios; para elegir, sin que ningún poder exterior intervenga, a sus autoridades académicas y, en tercer lugar, para administrar los recursos financieros que le son asignados y entregados.

El estatus de autonomía se les ha conferido porque la muy larga experiencia en Occidente de estas instituciones de educación superior (casi mil años desde la fundación de la Universidad de Bolonia en 1088) ha demostrado que el conocimiento y su preservación requieren de espacios en donde la libertad sea la condición indispensable para que la imaginación y el talento se desarrollen.

En ese largo periodo, desde el año 1088, las universidades, como instituciones, han sobrevivido a todo: desde pestes medievales y guerras de religión, hasta guerras mundiales y el ascenso y caída de regímenes totalitarios. Ello significa que su aportación, como patrimonio cultural, marca diferencias tanto en lo individual como en lo colectivo. Las sociedades que hoy día se consideran más y mejor desarrolladas son aquellas que han hecho de la educación un instrumento de oportunidades y de justicia social para su gente. Esta experiencia global, por sí misma, hace que las universidades en general sean muy apreciadas por sus aportaciones pero, sobre todo, por el margen de esperanza y posibilidades que ofrecen a quienes deciden inscribirse en ellas, especialmente a los jóvenes.

En países en donde campea la desigualdad, la inequidad y la injusticia, las universidades pueden ser el único espacio real para forjar cambios profundos. De ahí la necesidad, cuando no la urgencia, de cuidarlas, de preservarlas, de fortalecerlas. ¿Cómo? Respetando su autonomía y proveyéndolas de recursos (planta docente y administrativa con seguridad laboral, infraestructura, equipamiento) para que cumplan sus fines: docencia, investigación, vinculación social.

Pero ¿qué está ocurriendo en nuestro país?, pues se observa una cruzada sistemática en contra de universidades públicas y su autonomía. Desde el año pasado hubo intentos, desde Congresos locales, por cambiar leyes orgánicas de universidades públicas, sin considerar a sus respectivas comunidades. Las universidades de Hidalgo, Guerrero, Veracruz, Sinaloa, Estado de México y Baja California Sur enfrentaron la intención de trastocar sus autonomías amparadas constitucionalmente. Apenas hace unos pocos días la Universidad Autónoma de Nayarit, en pleno periodo vacacional, sufrió un embate directo al cambiársele su Ley Orgánica sin consulta previa a las y los universitarios y la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla también padece, en estos momentos, una afrenta a su autonomía.

Quienes han promovido los intentos de cambio de Ley olvidan aspectos esenciales: que las universidades públicas en México, como parte del sistema educativo nacional, costaron un millón de vidas en la Revolución; que con el paso de los años han sido espacios reales de movilidad social en un país desigual; que el fortalecimiento de sus estructuras, apoyado por el Estado, las convierte en un patrimonio cultural invaluable; que las historias contemporáneas de desarrollo de muchas regiones del país no se entienden ya sin la dinámica de estas instituciones y que, desde hace casi mil años, la universidad concentra, por su naturaleza misma, a las mentes más preclaras de sus respectivas sociedades.

Atentar, acosar la autonomía universitaria es arrojar una semilla podrida al de por sí incierto terreno del futuro, es despreciar la ilusión de millones de jóvenes de vivir en un mejor país.