/ domingo 8 de marzo de 2020

Universidades públicas y transformaciones

Es difícil establecer cortes históricos sin correr el riesgo de la imprecisión. La Historia, nos han enseñado, es un proceso dinámico, vivo, porque sus actores, los seres humanos, lo somos también. Es cierto, sin embargo, que los hechos históricos pueden interpretarse en cualquier momento y lo que cambia es, justamente, el ejercicio de lectura. La época y el ángulo de visión moldearán, determinarán, el punto de vista.

Sin embargo, hay hechos contundentes que marcan improntas; por ejemplo, la Revolución mexicana: no hay duda que trastocó un régimen, el Porfiriato, y cambió el estado de las cosas, más allá del debate sobre sus intenciones regionales y los resultados en el tiempo. La Revolución, afirma Octavio Paz, propició la creación de dos clases prácticamente inexistentes mientras gobernó Díaz: la empresarial y la clase media.

Y la Revolución mexicana fue también un punto de inflexión en un campo crucial para la vida de cualquier sociedad, de cualquier país: la educación. Sobresale, en medio de la vorágine, una figura que no hemos terminado de apreciar en su justa dimensión: José Vasconcelos. Siendo Rector de la Universidad Nacional fue invitado por Álvaro Obregón a ocupar el Ministerio de Educación. Eran tiempos de transformación y Vasconcelos consiguió el paso básico para cualquier cambio de veras profundo en esa materia: duplicar el presupuesto que se destinaba en ese momento en México para ese Ministerio.

Vasconcelos revolucionó a tal grado el ámbito educativo que sentó las bases para que el discurso de justicia social no fuera sólo retórica vacía. Fue tan fuerte y trascendente su trabajo que le alcanzó para competir por la presidencia de la república en 1929, seguido por un amplio y aguerrido grupo denominado juventudes vasconcelistas. No puede entenderse el México moderno, el que se bajó del caballo y se subió al Cadillac, sin la apuesta de Vasconcelos por la educación. No sólo la impulsó con una energía inusitada, sino que inició un proceso de descentralización. Pero Vasconcelos dejó una lección muy clara: una transformación seria exige una inversión material también seria; su ímpetu por subir el presupuesto para educación llevó a Obregón a decir en tono de broma que Vasconcelos le salía más caro que sus amantes.

La estructura educativa que impulsó Vasconcelos atacó lo elemental: enseñar a leer y a escribir, abatir el analfabetismo. Ha sido un proceso lento y tortuoso porque por momentos parece que se olvida el origen de esa deuda social y por otros parece que sólo es suficiente decretar los cambios para que ocurran. Por fortuna, en medio de las dudas y las omisiones, el Estado mexicano ha ido avanzando en un proyecto educativo nacional que sí ha marcado diferencia. Sólo en educación superior se pasó de una cobertura, en los últimos cincuenta años, de ciento cincuenta mil estudiantes a cuatro millones y medio. Las treinta y cinco Universidades Públicas Estatales (UPE) y las tres nacionales atienden casi el 40% de esta cifra, lo que las convierte tanto en un patrimonio cultural invaluable como en un factor real de cambio para el país; son el subsistema de educación superior más importante de México. Que trabajen con entera libertad, en pleno ejercicio de su autonomía, y con los recursos materiales necesarios, es vital si de veras se aspira a una transformación profunda y duradera, como la que gestó Vasconcelos a partir del movimiento revolucionario.

Hoy día, estas treinta y ocho universidades producen más del 60% de la investigación del país y son verdaderos espacios de oportunidades para que millones de jóvenes rompan el flagelo real de la desigualdad. Las Universidades Públicas han sido, en los últimos diez lustros, las principales generadoras de movilidad social porque su matrícula se nutre, de manera preponderante, con estudiantes de bajos recursos económicos; han contribuido, con tenacidad, a forjar esa nueva clase media a la que aludía Paz.

Disminuir los presupuestos de las Universidades Públicas, como viene ocurriendo en los últimos años, tendrá un impacto negativo para el país y para la sociedad misma, en especial para sus jóvenes, en el mediano y largo plazo. Restarle fuerza a las universidades no se percibirá en lo inmediato. Lo alcanzado y construido en los últimos cincuenta años también lleva un tiempo desarticularlo, por ello sería terrible no revertir la política de ahorros en educación que en el fondo cercena el futuro.

Es importante entender que cualquier transformación positiva pasa por una mejor educación. Los casos de éxito en el mundo son visibles y contundentes, los más recientes son Corea del Sur y China, en donde hay una apuesta, incluso agresiva, por la tecnología y la innovación.

Las Universidades Públicas mexicanas tienen una infraestructura sólida, tanto en recursos humanos como materiales; sólo requieren un poco más de apoyo y el respeto incondicional a su autonomía. Las Universidades Públicas mexicanas tienen experiencia y capacidad probada para impulsar cambios trascendentes; por ello, una transformación profunda y duradera requiere, necesariamente, de todo el sistema educativo del país, en especial el de educación superior que encabezan nuestras universidades públicas.

Es difícil establecer cortes históricos sin correr el riesgo de la imprecisión. La Historia, nos han enseñado, es un proceso dinámico, vivo, porque sus actores, los seres humanos, lo somos también. Es cierto, sin embargo, que los hechos históricos pueden interpretarse en cualquier momento y lo que cambia es, justamente, el ejercicio de lectura. La época y el ángulo de visión moldearán, determinarán, el punto de vista.

Sin embargo, hay hechos contundentes que marcan improntas; por ejemplo, la Revolución mexicana: no hay duda que trastocó un régimen, el Porfiriato, y cambió el estado de las cosas, más allá del debate sobre sus intenciones regionales y los resultados en el tiempo. La Revolución, afirma Octavio Paz, propició la creación de dos clases prácticamente inexistentes mientras gobernó Díaz: la empresarial y la clase media.

Y la Revolución mexicana fue también un punto de inflexión en un campo crucial para la vida de cualquier sociedad, de cualquier país: la educación. Sobresale, en medio de la vorágine, una figura que no hemos terminado de apreciar en su justa dimensión: José Vasconcelos. Siendo Rector de la Universidad Nacional fue invitado por Álvaro Obregón a ocupar el Ministerio de Educación. Eran tiempos de transformación y Vasconcelos consiguió el paso básico para cualquier cambio de veras profundo en esa materia: duplicar el presupuesto que se destinaba en ese momento en México para ese Ministerio.

Vasconcelos revolucionó a tal grado el ámbito educativo que sentó las bases para que el discurso de justicia social no fuera sólo retórica vacía. Fue tan fuerte y trascendente su trabajo que le alcanzó para competir por la presidencia de la república en 1929, seguido por un amplio y aguerrido grupo denominado juventudes vasconcelistas. No puede entenderse el México moderno, el que se bajó del caballo y se subió al Cadillac, sin la apuesta de Vasconcelos por la educación. No sólo la impulsó con una energía inusitada, sino que inició un proceso de descentralización. Pero Vasconcelos dejó una lección muy clara: una transformación seria exige una inversión material también seria; su ímpetu por subir el presupuesto para educación llevó a Obregón a decir en tono de broma que Vasconcelos le salía más caro que sus amantes.

La estructura educativa que impulsó Vasconcelos atacó lo elemental: enseñar a leer y a escribir, abatir el analfabetismo. Ha sido un proceso lento y tortuoso porque por momentos parece que se olvida el origen de esa deuda social y por otros parece que sólo es suficiente decretar los cambios para que ocurran. Por fortuna, en medio de las dudas y las omisiones, el Estado mexicano ha ido avanzando en un proyecto educativo nacional que sí ha marcado diferencia. Sólo en educación superior se pasó de una cobertura, en los últimos cincuenta años, de ciento cincuenta mil estudiantes a cuatro millones y medio. Las treinta y cinco Universidades Públicas Estatales (UPE) y las tres nacionales atienden casi el 40% de esta cifra, lo que las convierte tanto en un patrimonio cultural invaluable como en un factor real de cambio para el país; son el subsistema de educación superior más importante de México. Que trabajen con entera libertad, en pleno ejercicio de su autonomía, y con los recursos materiales necesarios, es vital si de veras se aspira a una transformación profunda y duradera, como la que gestó Vasconcelos a partir del movimiento revolucionario.

Hoy día, estas treinta y ocho universidades producen más del 60% de la investigación del país y son verdaderos espacios de oportunidades para que millones de jóvenes rompan el flagelo real de la desigualdad. Las Universidades Públicas han sido, en los últimos diez lustros, las principales generadoras de movilidad social porque su matrícula se nutre, de manera preponderante, con estudiantes de bajos recursos económicos; han contribuido, con tenacidad, a forjar esa nueva clase media a la que aludía Paz.

Disminuir los presupuestos de las Universidades Públicas, como viene ocurriendo en los últimos años, tendrá un impacto negativo para el país y para la sociedad misma, en especial para sus jóvenes, en el mediano y largo plazo. Restarle fuerza a las universidades no se percibirá en lo inmediato. Lo alcanzado y construido en los últimos cincuenta años también lleva un tiempo desarticularlo, por ello sería terrible no revertir la política de ahorros en educación que en el fondo cercena el futuro.

Es importante entender que cualquier transformación positiva pasa por una mejor educación. Los casos de éxito en el mundo son visibles y contundentes, los más recientes son Corea del Sur y China, en donde hay una apuesta, incluso agresiva, por la tecnología y la innovación.

Las Universidades Públicas mexicanas tienen una infraestructura sólida, tanto en recursos humanos como materiales; sólo requieren un poco más de apoyo y el respeto incondicional a su autonomía. Las Universidades Públicas mexicanas tienen experiencia y capacidad probada para impulsar cambios trascendentes; por ello, una transformación profunda y duradera requiere, necesariamente, de todo el sistema educativo del país, en especial el de educación superior que encabezan nuestras universidades públicas.