/ domingo 22 de agosto de 2021

Pasquín

Según una de las versiones acerca del origen de su nombre, Pasquino fue un gladiador de la Roma precristiana, héroe de las multitudes que llenaban el Coliseo por su destreza para ultimar a cuanto adversario le hacía frente.

Sin embargo, su fama y gloria estaban condenadas a perdurar muy poco tiempo después de la muerte del personaje, de no haber sucedido que al emperador se le ocurrió erigirle un monumento con la idea de mantener en la memoria pública las hazañas de aquel hombre extraordinario.

Pero la estatua habría de servir para algo más, y ello contribuyó a la perpetuación del nombre de Pasquino.

Desde aquella época, la gente daba en colocar en lugares públicos, escritos donde se expresaban burlas, quejas e inconformidades contra los gobernantes y dignatarios de la élite religiosa.

Y uno de los sitios que la gente consideró estratégico fue precisamente el monumento al gladiador, que desde principios del siglo XVI se encuentra en la piazza di Pasquino, en la capital de Italia.

De manera que el pueblo de ese país terminó incorporando a su lengua el nombre de aquella figura, convertido al español en Pasquín, asociándolo a la idea de texto disidente u opositor.

Y más tarde, los funcionarios públicos afectados por la prensa crítica se han ocupado de dar al vocablo la extensión de escrito sensacionalista y calumnioso, tal como ha ocurrido ahora por parte del inquilino gratuito y all inclusive de Palacio Nacional que desde su púlpito denuesta a los medios de comunicación impresa y digital que cumplen su tarea intrínseca de revelar la realidad a través del reportaje, la investigación y el comentario sobre el actuar de la gente en el gobierno, sujeta –como debe ser- al escrutinio público.

Pero va más allá la intención denigratoria a los vehículos de información y sus miembros que son renuentes a considerar incuestionable lo que dice, omite o arruina la administración pública nacional: son constantes las noticias sobre comunicadores acosados, perseguidos y muertos por el oficialismo de todos los niveles que se sienten avalados por las expresiones emanadas del tribunal unipersonal en las sesiones matutinas desde el alcázar en que ha sido convertida la antigua residencia privada de Hernán Cortés, personaje a quien tanto ha vilipendiado en ocasión del quinto centenario de la caída de Tenochtitlan por sus antiguos acérrimos enemigos y un contingente de españoles.

Las diatribas que de ahí salen contra los órganos de difusión y sus componentes son nada menos que la flagrante e impune violación a una de las primarias garantías consagradas por la Constitución de los mexicanos.

Y como si todo eso fuera insuficientemente grave, de ahí pasa a transgredir nada menos que a la sacrosanta libertad de expresión, al grado de erigirse en poseedor de la verdad absoluta al abrir un segmento de sus homilías de alborada para señalar “quién es quién en las mentiras” con intención expresa de descalificar a los noticieros y comentaristas que acusan desviaciones, errores e ineficiencias del gobierno federal.

En un ejercicio coincidentemente similar, de Cuba nos llega la reciente publicación del decreto-ley 35 de la tiranía que establece sanciones por publicar noticias “falsas” (las que los dictadores consideran falsas) y que atentan contra el buen nombre del país (léase autocracia) en las redes sociales (ya que, como se sabe, los órganos de información en papel son inexistentes fuera del absolutismo en ese país). Con tal disposición conminan a los opositores a reprimirse a sí mismos.

Cualquiera que sea la forma en que se le conciba, la “opinión pública” requiere de información tan abundante como fuere posible, pues cuando un régimen se propone sujetar la voluntad de una sociedad, lo primero que hace es tratar de acallar las voces que la proveen del conocimiento –tan amplio y creíble como sea menester- que le permitan discernir entre los dichos del autoritarismo y el parecer de los individuos libres.

De ello se puede discurrir la estrecha correlación que existe entre periodismo y libertad; uno y otra se necesitan y se complementan.

Por eso, aparte de necesario y útil, el periodismo es imprescindible porque ayuda a la colectividad a pensar, a establecer parámetros y llegar a conclusiones, que son ejercicios de primer orden en una sociedad democrática y consecuentemente plural, tolerante, reflexiva.

Sean, pues, bienvenidos siempre los pasquines gladiadores que integran el periodismo que rehúsa la autocensura sin temor al poder público, y que preserva, pese a todo, su posición contestataria y digna.

Según una de las versiones acerca del origen de su nombre, Pasquino fue un gladiador de la Roma precristiana, héroe de las multitudes que llenaban el Coliseo por su destreza para ultimar a cuanto adversario le hacía frente.

Sin embargo, su fama y gloria estaban condenadas a perdurar muy poco tiempo después de la muerte del personaje, de no haber sucedido que al emperador se le ocurrió erigirle un monumento con la idea de mantener en la memoria pública las hazañas de aquel hombre extraordinario.

Pero la estatua habría de servir para algo más, y ello contribuyó a la perpetuación del nombre de Pasquino.

Desde aquella época, la gente daba en colocar en lugares públicos, escritos donde se expresaban burlas, quejas e inconformidades contra los gobernantes y dignatarios de la élite religiosa.

Y uno de los sitios que la gente consideró estratégico fue precisamente el monumento al gladiador, que desde principios del siglo XVI se encuentra en la piazza di Pasquino, en la capital de Italia.

De manera que el pueblo de ese país terminó incorporando a su lengua el nombre de aquella figura, convertido al español en Pasquín, asociándolo a la idea de texto disidente u opositor.

Y más tarde, los funcionarios públicos afectados por la prensa crítica se han ocupado de dar al vocablo la extensión de escrito sensacionalista y calumnioso, tal como ha ocurrido ahora por parte del inquilino gratuito y all inclusive de Palacio Nacional que desde su púlpito denuesta a los medios de comunicación impresa y digital que cumplen su tarea intrínseca de revelar la realidad a través del reportaje, la investigación y el comentario sobre el actuar de la gente en el gobierno, sujeta –como debe ser- al escrutinio público.

Pero va más allá la intención denigratoria a los vehículos de información y sus miembros que son renuentes a considerar incuestionable lo que dice, omite o arruina la administración pública nacional: son constantes las noticias sobre comunicadores acosados, perseguidos y muertos por el oficialismo de todos los niveles que se sienten avalados por las expresiones emanadas del tribunal unipersonal en las sesiones matutinas desde el alcázar en que ha sido convertida la antigua residencia privada de Hernán Cortés, personaje a quien tanto ha vilipendiado en ocasión del quinto centenario de la caída de Tenochtitlan por sus antiguos acérrimos enemigos y un contingente de españoles.

Las diatribas que de ahí salen contra los órganos de difusión y sus componentes son nada menos que la flagrante e impune violación a una de las primarias garantías consagradas por la Constitución de los mexicanos.

Y como si todo eso fuera insuficientemente grave, de ahí pasa a transgredir nada menos que a la sacrosanta libertad de expresión, al grado de erigirse en poseedor de la verdad absoluta al abrir un segmento de sus homilías de alborada para señalar “quién es quién en las mentiras” con intención expresa de descalificar a los noticieros y comentaristas que acusan desviaciones, errores e ineficiencias del gobierno federal.

En un ejercicio coincidentemente similar, de Cuba nos llega la reciente publicación del decreto-ley 35 de la tiranía que establece sanciones por publicar noticias “falsas” (las que los dictadores consideran falsas) y que atentan contra el buen nombre del país (léase autocracia) en las redes sociales (ya que, como se sabe, los órganos de información en papel son inexistentes fuera del absolutismo en ese país). Con tal disposición conminan a los opositores a reprimirse a sí mismos.

Cualquiera que sea la forma en que se le conciba, la “opinión pública” requiere de información tan abundante como fuere posible, pues cuando un régimen se propone sujetar la voluntad de una sociedad, lo primero que hace es tratar de acallar las voces que la proveen del conocimiento –tan amplio y creíble como sea menester- que le permitan discernir entre los dichos del autoritarismo y el parecer de los individuos libres.

De ello se puede discurrir la estrecha correlación que existe entre periodismo y libertad; uno y otra se necesitan y se complementan.

Por eso, aparte de necesario y útil, el periodismo es imprescindible porque ayuda a la colectividad a pensar, a establecer parámetros y llegar a conclusiones, que son ejercicios de primer orden en una sociedad democrática y consecuentemente plural, tolerante, reflexiva.

Sean, pues, bienvenidos siempre los pasquines gladiadores que integran el periodismo que rehúsa la autocensura sin temor al poder público, y que preserva, pese a todo, su posición contestataria y digna.