/ martes 10 de octubre de 2023

Mi gusto es... (o la otra mirada) | Zalameros y cortesanos

Una vez llegué a una reunión cuando ya habían llegado casi todos los convocados y nadie me peló.

Fui invitado por un amigo, hicimos una escala en esa cadena comercial que prolifera en México, para no llegar con las manos vacías, arribamos al lugar bien surtidos de lo necesario en estos casos y luego de saludar a los que tuve cerquita, me aplané en un taburete, dispuesto a escuchar, mientras yo nomás respondía con el silencio.

En la mesa que rodeaban seis o siete de los presentes, se distinguían algunas botellas, una guitarra, más de una bolsa de la llamada comida chatarra pero que con chile saben muy buenos, una bandeja con carnitas de puerco y un par de bolsas de pollo asado al carbón, esto último, dicho sea de paso, una de mis comidas favoritas.

Junto a mí estaba un tipo zalamero, de esos que acostumbran a rendirle pleitesía a cualquiera, siempre y cuando ese “cualquiera” sea para él alguien “importante”, de “valía” y con el cual pueda lucir su amistad o su “amistad” frente a los demás o frente a su propio ego.

Estaba junto a mí, dije, pero no me peló, más bien me hizo el fuchi, dándome a entender o quedándome claro que para los presentes o para su elitista concepción de lo que vale o no vale, se es alguien o no, aquí su servidor era un extraño o, de plano, era la nada.

En parte tenía razón pues he de reconocer que, en eso de atraer reflectores, trascender en el tiempo o volverme un rockstar en cualquier tema frente al resto del mundo, siempre he pasado desapercibido, instituyéndome en una auténtica intrascendencia, pero de eso a que te den un trato como si Putin llegara a Ucrania o Alexis Vega quisiera estar en la mesa de honor en la que estuviera Amaury Vergara, pues no.

¡Claro que no!

Pero Dios es grande y esto de sacar la casta por los desvalidos, no anda con titubeos ni mucho menos con fingimientos, así que en el cielo se vio un destello y enseguida de un trueno, vino la epifanía:

El propietario de la casa se dio cuenta que este que les escribe estaba ahí y teniéndome a unos metros aseguró conocerme de tiempo atrás, manifestando su gusto por estar presente.

Si me estaba confundiendo o no, quién sabe pero no lo desmentí, ni averigüé y chocamos los botes muy helados que traíamos cada uno.

De pronto se sumó un tercero que venía de tirar el agua y llamándome por mi nombre, se acercó al parque estábamos brindando y, sin poderlo evitar (porque recuerden que venía de tirar el agua) me dio un abrazo.

A él no lo desmentí ni pensé que me pudiera estar confundiendo, más bien, correspondí al apretón y por enésima ocasión le manifesté mi agradecimiento por ese impecable prólogo que, años atrás, me había escrito para un libro.

No sé desde dónde, el zalamero miró aquello y un ratito más, lo tenía a mi lado, otra vez, pero más juntito.

Como al principio había practicado ese llamado bello arte de mandarme lejos muy lejos y más allá, ignorándome, supuse que venía a repetirme la dosis, o de plano a correrme, y lo dejé ser.

Nomás que, para mi sorpresa, me preguntó que si quería otra cerveza, que si ya había comido, que si la estaba pasando a gusto y no sé qué cortesías más, cual si me estuvieran recibiendo en la isla Esmeralda en Irlanda.

Lo que este hombre no sabía es que ya lo había acabalado pues, tal como recordé despuesito de haber llegado, era ese que, en otros eventos de la farándula política y cultural, se caracterizaba por su habilidad para hacer amistad con gente con distinción pública, y no precisamente gratis sino para ver cómo estos le podían ser útiles.

Como sé que mi cara no me ayuda, dejé, hasta donde se pudo, que se guiara por esta y así estuvimos: él codeándose solo con los que le interesaban y a mí a mi silencio castigándonos con el desaire.

En una de esas que estábamos entretenidos escuchando al dueño de la guitarra quien entonaba una bravía canción, sentí que me tocó el hombro y me preguntó mi nombre. Se lo di y seguimos oyendo a los intérpretes, no sin dejar de ver de reojo a esas bolsas de los pollos al carbón.

No sé qué habrá indagado, pudo haber llamado por teléfono, quizá consultó en el Google, pidió un informe sobre mí a la Secretaría de Gobernación o fue a sopear a los que hacía un rato me saludaron y todo lo demás, pero, repentinamente, su actitud cambió, sometiéndome, muy atento, a una entrevista cual si quisiera ser mi biógrafo.

Durante ese lapso, no me faltó la cerveza que él mismo iba a donde al llegar las hubimos dejado y me la traía.

Pudo existir un error y escuchando mal mis apellidos, Wikipedia le ofreció información de alguien relevante en palabra, obra y omisión, tal vez se topó con un homónimo o su celular agarró monte como a veces le pasa a mi Alexia querida con la música o, de plano, mis dos buenos amigos, al responderle, le pusieron de su cosecha nomás para chamaquearlo y le hablaron maravillas de mí.

“Tanto tienes, tanto vales” me hubiera citado mi amá, de haberle contado esta historia. Significa, de acuerdo a mi diccionario de cabecera Yasmín-Español que, “en general, la sociedad trata a las personas según su riqueza. Es decir, si tienes dinero o poder te tratarán mejor que si eres pobre o no tienes dinero”.

Puedo jurar que a ustedes también les ha tocado algo así. En su trabajo, en la escuela, en el barrio, entre amigos, incluso —aunque lo dude— en el terreno político.

El que ve por encima del hombro, el interesado que sólo acude al nopal cuando este tiene tunas, el variopinto que un día puede tratarte con la punta del pie y otro ,si es que has sobresalido frente al resto de los mortales.

La que se cuadra ante el jefe mostrándose como la más atenta y servicial, pero se vuelve más peligrosa que una cascabel en una bota si alguien no la está mirando. La que es toda amabilidad con el yerno al ver que trae un carro diferente cada tercer día pero no le vuelve a dirigir la palabra al enterarse que aquel trabaja en una yarda lavándolo y los saca para secarlos.

En caso de equivocarme y no llegar nadie con estos perfiles de zalameros a su memoria, hay una variante que igualmente les puede resultar familiar.

Me refiero a los cortesanos, personajes aduladores y sumisos, ya sea por razón jerárquica, interés económico o inconmensurable sumisión política. No confundir ni por asomo, con una persona atenta y cordial. Estas saben cuándo parar sus buenos modales o los contiene su dignidad.

En apariencia tienen mucha iniciativa, pero no, simplemente es penosa dependencia y sumisión. No es que quieran servir o que sirvan mucho, son más bien serviles y ya.

Cómo me gustaría contarles de alguien a modo de ejemplo pero me temo que, en la actualidad, sería el cuento de nunca acabar y se me sentirían muchos.

Tanto así como yo me siento, cuando, teniéndolo a la mano, nadie me brinda pollo asado al carbón.

Una vez llegué a una reunión cuando ya habían llegado casi todos los convocados y nadie me peló.

Fui invitado por un amigo, hicimos una escala en esa cadena comercial que prolifera en México, para no llegar con las manos vacías, arribamos al lugar bien surtidos de lo necesario en estos casos y luego de saludar a los que tuve cerquita, me aplané en un taburete, dispuesto a escuchar, mientras yo nomás respondía con el silencio.

En la mesa que rodeaban seis o siete de los presentes, se distinguían algunas botellas, una guitarra, más de una bolsa de la llamada comida chatarra pero que con chile saben muy buenos, una bandeja con carnitas de puerco y un par de bolsas de pollo asado al carbón, esto último, dicho sea de paso, una de mis comidas favoritas.

Junto a mí estaba un tipo zalamero, de esos que acostumbran a rendirle pleitesía a cualquiera, siempre y cuando ese “cualquiera” sea para él alguien “importante”, de “valía” y con el cual pueda lucir su amistad o su “amistad” frente a los demás o frente a su propio ego.

Estaba junto a mí, dije, pero no me peló, más bien me hizo el fuchi, dándome a entender o quedándome claro que para los presentes o para su elitista concepción de lo que vale o no vale, se es alguien o no, aquí su servidor era un extraño o, de plano, era la nada.

En parte tenía razón pues he de reconocer que, en eso de atraer reflectores, trascender en el tiempo o volverme un rockstar en cualquier tema frente al resto del mundo, siempre he pasado desapercibido, instituyéndome en una auténtica intrascendencia, pero de eso a que te den un trato como si Putin llegara a Ucrania o Alexis Vega quisiera estar en la mesa de honor en la que estuviera Amaury Vergara, pues no.

¡Claro que no!

Pero Dios es grande y esto de sacar la casta por los desvalidos, no anda con titubeos ni mucho menos con fingimientos, así que en el cielo se vio un destello y enseguida de un trueno, vino la epifanía:

El propietario de la casa se dio cuenta que este que les escribe estaba ahí y teniéndome a unos metros aseguró conocerme de tiempo atrás, manifestando su gusto por estar presente.

Si me estaba confundiendo o no, quién sabe pero no lo desmentí, ni averigüé y chocamos los botes muy helados que traíamos cada uno.

De pronto se sumó un tercero que venía de tirar el agua y llamándome por mi nombre, se acercó al parque estábamos brindando y, sin poderlo evitar (porque recuerden que venía de tirar el agua) me dio un abrazo.

A él no lo desmentí ni pensé que me pudiera estar confundiendo, más bien, correspondí al apretón y por enésima ocasión le manifesté mi agradecimiento por ese impecable prólogo que, años atrás, me había escrito para un libro.

No sé desde dónde, el zalamero miró aquello y un ratito más, lo tenía a mi lado, otra vez, pero más juntito.

Como al principio había practicado ese llamado bello arte de mandarme lejos muy lejos y más allá, ignorándome, supuse que venía a repetirme la dosis, o de plano a correrme, y lo dejé ser.

Nomás que, para mi sorpresa, me preguntó que si quería otra cerveza, que si ya había comido, que si la estaba pasando a gusto y no sé qué cortesías más, cual si me estuvieran recibiendo en la isla Esmeralda en Irlanda.

Lo que este hombre no sabía es que ya lo había acabalado pues, tal como recordé despuesito de haber llegado, era ese que, en otros eventos de la farándula política y cultural, se caracterizaba por su habilidad para hacer amistad con gente con distinción pública, y no precisamente gratis sino para ver cómo estos le podían ser útiles.

Como sé que mi cara no me ayuda, dejé, hasta donde se pudo, que se guiara por esta y así estuvimos: él codeándose solo con los que le interesaban y a mí a mi silencio castigándonos con el desaire.

En una de esas que estábamos entretenidos escuchando al dueño de la guitarra quien entonaba una bravía canción, sentí que me tocó el hombro y me preguntó mi nombre. Se lo di y seguimos oyendo a los intérpretes, no sin dejar de ver de reojo a esas bolsas de los pollos al carbón.

No sé qué habrá indagado, pudo haber llamado por teléfono, quizá consultó en el Google, pidió un informe sobre mí a la Secretaría de Gobernación o fue a sopear a los que hacía un rato me saludaron y todo lo demás, pero, repentinamente, su actitud cambió, sometiéndome, muy atento, a una entrevista cual si quisiera ser mi biógrafo.

Durante ese lapso, no me faltó la cerveza que él mismo iba a donde al llegar las hubimos dejado y me la traía.

Pudo existir un error y escuchando mal mis apellidos, Wikipedia le ofreció información de alguien relevante en palabra, obra y omisión, tal vez se topó con un homónimo o su celular agarró monte como a veces le pasa a mi Alexia querida con la música o, de plano, mis dos buenos amigos, al responderle, le pusieron de su cosecha nomás para chamaquearlo y le hablaron maravillas de mí.

“Tanto tienes, tanto vales” me hubiera citado mi amá, de haberle contado esta historia. Significa, de acuerdo a mi diccionario de cabecera Yasmín-Español que, “en general, la sociedad trata a las personas según su riqueza. Es decir, si tienes dinero o poder te tratarán mejor que si eres pobre o no tienes dinero”.

Puedo jurar que a ustedes también les ha tocado algo así. En su trabajo, en la escuela, en el barrio, entre amigos, incluso —aunque lo dude— en el terreno político.

El que ve por encima del hombro, el interesado que sólo acude al nopal cuando este tiene tunas, el variopinto que un día puede tratarte con la punta del pie y otro ,si es que has sobresalido frente al resto de los mortales.

La que se cuadra ante el jefe mostrándose como la más atenta y servicial, pero se vuelve más peligrosa que una cascabel en una bota si alguien no la está mirando. La que es toda amabilidad con el yerno al ver que trae un carro diferente cada tercer día pero no le vuelve a dirigir la palabra al enterarse que aquel trabaja en una yarda lavándolo y los saca para secarlos.

En caso de equivocarme y no llegar nadie con estos perfiles de zalameros a su memoria, hay una variante que igualmente les puede resultar familiar.

Me refiero a los cortesanos, personajes aduladores y sumisos, ya sea por razón jerárquica, interés económico o inconmensurable sumisión política. No confundir ni por asomo, con una persona atenta y cordial. Estas saben cuándo parar sus buenos modales o los contiene su dignidad.

En apariencia tienen mucha iniciativa, pero no, simplemente es penosa dependencia y sumisión. No es que quieran servir o que sirvan mucho, son más bien serviles y ya.

Cómo me gustaría contarles de alguien a modo de ejemplo pero me temo que, en la actualidad, sería el cuento de nunca acabar y se me sentirían muchos.

Tanto así como yo me siento, cuando, teniéndolo a la mano, nadie me brinda pollo asado al carbón.