/ lunes 29 de enero de 2024

Coyuntura Cero | Transparencia ¿para qué?

Por Alfredo Ruiz Ochoa

Los señalamientos presidenciales hacia la transparencia gubernamental como una política pública fallida, entrañan algo o mucho de razón, desde una óptica crítica, además de los argumentos más socorridos, donde destacan: el gran aparato burocrático para llevarla a la práctica y el oneroso presupuesto destinado a garantizar un derecho constitucional, considerado adjetivo.

Desde el año 2002 con la promulgación de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental que tuvo como objetivo “proveer lo necesario para garantizar el acceso de toda persona a la información en posesión de los Poderes de la Unión, los órganos Constitucionales Autónomos o con autonomía legal y cualquier otra entidad federal”, hemos construido, a través de los años, un entramado burocrático que se dotó de una élite de personajes provenientes de la academia, con sueldos superiores a los parámetros normales y quienes se ha “adecuado” para utilizar la transparencia, como una herramienta dúctil para una apertura condicionada, limitada y que ha establecido filtros inexplicables que sirvieron al régimen anterior, promoviendo tácitamente una transparencia, llamémosle, selectiva.

Si bien es cierto, la transparencia es una garantía del derecho a la información y se consagra en el artículo sexto constitucional, los resultados y sus alcances, nos remiten a deducir que han sido limitados y no se han podido reflejar como un factor de cambio real.

El Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI) y los entes locales, en cada una de las entidades federativas, han quedado a deber a la ciudadanía y hoy siguen siendo un espacio de privilegio, donde el análisis del costo beneficio de su creación, aplica y fortalece el sentido original de la pregunta que da título al presente artículo: ¿transparencia para qué?

Haciendo un poco de historia, la transparencia llega a México como una estrategia de innovación gubernamental y en principio sirvió para insertarnos en la dinámica de una democratización globalizada que nos convenía y por supuesto, un trabajo intenso de opinión pública para introducir el tema en las cámaras por conducto de un grupo de legisladores y activistas que se autodenominaron Grupo Oaxaca y que sirvieron para afinar el principio fundamental que expresaba “que la información pública depositada en los poderes del estado, pertenece a la ciudadanía”.

Queda claro que se dio impulso inicial durante el primer gobierno de oposición en el país que encabezó Vicente Fox y lo pudimos visualizar como una buena idea, adecuada para hacer del gobierno una vitrina pública. Si bien es cierto, ha sido un mecanismo útil para ventilar los desatinos de muchos servidores públicos que actúan bajo criterios de opacidad, ligados a la corrupción y contra las propias leyes del ejercicio del encargo público, la transparencia fue también utilizada como un vehículo para exaltar los escándalos, en medio de la estridencia política; las frivolidades, derivadas del ejercicio de un poder sin escrúpulos, que sirvió en los dos sexenios posteriores de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto para exhibir a los enemigos, a través de los medios de comunicación y su show mediático.

Hoy debemos transitar hacia una cultura de la transparencia proactiva, de calidad para construir gobiernos profesionales donde las instituciones públicas compitan y ofrezcan a todos, con mayor capacidad y alcances, lo que están haciendo y van a hacer en el futuro inmediato para favorecer a la ciudadanía, generando productos atractivos y útiles, como el gobierno interactivo, que informe y anticipe lo que debemos saber y conocer, sin apelar al ocultismo de la información.

Licenciado en Ciencia Política y Administración Pública

a-ruizochoa@yahoo.com.mx

Por Alfredo Ruiz Ochoa

Los señalamientos presidenciales hacia la transparencia gubernamental como una política pública fallida, entrañan algo o mucho de razón, desde una óptica crítica, además de los argumentos más socorridos, donde destacan: el gran aparato burocrático para llevarla a la práctica y el oneroso presupuesto destinado a garantizar un derecho constitucional, considerado adjetivo.

Desde el año 2002 con la promulgación de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental que tuvo como objetivo “proveer lo necesario para garantizar el acceso de toda persona a la información en posesión de los Poderes de la Unión, los órganos Constitucionales Autónomos o con autonomía legal y cualquier otra entidad federal”, hemos construido, a través de los años, un entramado burocrático que se dotó de una élite de personajes provenientes de la academia, con sueldos superiores a los parámetros normales y quienes se ha “adecuado” para utilizar la transparencia, como una herramienta dúctil para una apertura condicionada, limitada y que ha establecido filtros inexplicables que sirvieron al régimen anterior, promoviendo tácitamente una transparencia, llamémosle, selectiva.

Si bien es cierto, la transparencia es una garantía del derecho a la información y se consagra en el artículo sexto constitucional, los resultados y sus alcances, nos remiten a deducir que han sido limitados y no se han podido reflejar como un factor de cambio real.

El Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI) y los entes locales, en cada una de las entidades federativas, han quedado a deber a la ciudadanía y hoy siguen siendo un espacio de privilegio, donde el análisis del costo beneficio de su creación, aplica y fortalece el sentido original de la pregunta que da título al presente artículo: ¿transparencia para qué?

Haciendo un poco de historia, la transparencia llega a México como una estrategia de innovación gubernamental y en principio sirvió para insertarnos en la dinámica de una democratización globalizada que nos convenía y por supuesto, un trabajo intenso de opinión pública para introducir el tema en las cámaras por conducto de un grupo de legisladores y activistas que se autodenominaron Grupo Oaxaca y que sirvieron para afinar el principio fundamental que expresaba “que la información pública depositada en los poderes del estado, pertenece a la ciudadanía”.

Queda claro que se dio impulso inicial durante el primer gobierno de oposición en el país que encabezó Vicente Fox y lo pudimos visualizar como una buena idea, adecuada para hacer del gobierno una vitrina pública. Si bien es cierto, ha sido un mecanismo útil para ventilar los desatinos de muchos servidores públicos que actúan bajo criterios de opacidad, ligados a la corrupción y contra las propias leyes del ejercicio del encargo público, la transparencia fue también utilizada como un vehículo para exaltar los escándalos, en medio de la estridencia política; las frivolidades, derivadas del ejercicio de un poder sin escrúpulos, que sirvió en los dos sexenios posteriores de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto para exhibir a los enemigos, a través de los medios de comunicación y su show mediático.

Hoy debemos transitar hacia una cultura de la transparencia proactiva, de calidad para construir gobiernos profesionales donde las instituciones públicas compitan y ofrezcan a todos, con mayor capacidad y alcances, lo que están haciendo y van a hacer en el futuro inmediato para favorecer a la ciudadanía, generando productos atractivos y útiles, como el gobierno interactivo, que informe y anticipe lo que debemos saber y conocer, sin apelar al ocultismo de la información.

Licenciado en Ciencia Política y Administración Pública

a-ruizochoa@yahoo.com.mx