La falta de coordinación entre municipios, estados y gobierno federal para combatir la inseguridad, es una fórmula que se ha hecho más visible en este sexenio y abona a la expansión del control territorial del crimen organizado en el país. Cuando faltan nueves meses para que concluya la actual administración, resulta inocultable que gran parte del territorio nacional padece la presencia de milicias armadas al servicio de la delincuencia organizada. La diversificación de negocios ilícitos ha dejado una estela de prácticas criminales que la autoridad tolera, en abierta complicidad, como resultado del vacío institucional que se agudizó en este gobierno.
Las causas son varias, se han abordado en este espacio desde distintos ángulos, pero quizá conviene regresar al paramilitarismo como expresión del empoderamiento criminal que debe su auge a tres facilitadores. El primero es la ausencia de una policía federal que con sus deficiencias hacía frente a grupos armados hasta el sexenio pasado; el segundo es una Guardia Nacional fallida en sus labores disuasivas, y sumida en una crisis de identidad legal que la limita para alcanzar sus objetivos; y tercero, la agudización de la falla sistémica en la procuración de justicia que ha convertido en un lastre la investigación de los delitos y judicialización de casos.
El primer caso tiene como resultado la expansión de las bandas criminales, algunos con uniformes “clonados” a las fuerzas armadas, luciendo equipos de combate de última generación en videos viralizados, con identidad propia plantados en “sus” territorios, con estructuras políticas y policiales a su servicio. El segundo abona al desbordamiento de la inseguridad en carreteras, al auge del tráfico ilegal de migrantes, y a la “profesionalización” de las estructuras internas de las bandas armadas donde el adiestramiento, despliegue táctico, uso de información de inteligencia y recursos tecnológicos son la norma. El tercero se resume en la impunidad como norma transexenal.
La evidencia de la descomposición se hace presente a diario, y provoca los dislates presidenciales más irracionales que suman a la demagogia sexenal. Casos como las masacres de jóvenes en Jalisco o Guanajuato, pueblos que se rebelan contra el cobro de piso y linchan a sus extorsionadores como en Texcapilla, Estado de México, han convertido a Andrés Manuel López Obrador en un fallido director de orquesta donde todos los instrumentos se escuchan desafinados.
Su heredera habla en campaña de un “segundo piso de la transformación”. El segundo piso es el abierto interés de la delincuencia organizada por influir cada vez más en la actividad política, aprovechando la debilidad institucional y montados en la ignorancia de la clase política que se dice “de izquierda”. El caso de Guerrero con una gobernadora retratada en sus vínculos familiares, o la alcaldesa de Chilpancingo cuya cinismo solo se entiende ante el poder de las economías criminales que la respaldan, es una historia que podría sintetizar lo sucedido este año en esa entidad. Casos más complejos pero igual o más graves se presentan en Michoacán y Chiapas, donde la infiltración de la delincuencia en la esfera política tarde o temprano hará crisis. El “segundo piso” es la transformación del paramilitarismo.
@velediaz424