/ martes 30 de marzo de 2021

"Ya perdió el América"

Ocurrió un jueves por la noche, que veíamos un juego del equipo de mis amores contra la Universidad de Guadalajara, y en el minuto 89 del segundo tiempo, cuando el marcador iban 3-0 a favor de los Leones Negros, tuve la osadía de sentenciar el resultado con un tajante “ya perdió el América” pero mi hermano mayor, a quien nada más le daban silla, mientras el resto nos sentábamos en el suelo, estiró la mano, fúrico, y cegado ante a la realidad, me dio un coscorrón tan fuerte que aún tengo secuelas.

Corrían los años setenta y, pese a ser bastante malo para jugar, era el futbol el deporte de mis preferencias y del barrio mismo también, al grado tal que los enconos por irle a tal o cual equipo no se hacían esperar.

Cada semana se despertaban pasiones y sentimientos encontrados entre nosotros, con respecto al equipo de nuestras preferencias, pero hasta ahí. Sin embargo, esa reacción de mi hermano y su zape plantado en mi cabeza, pudo ser el anuncio de que su predilección, aunque se tratara del América, era desmedida pero no lo vi, a mi edad no lo vi, ni él tampoco, por más que ahora, ya pasado tanto tiempo, esté muy claro que su irracionalidad y la fe ciega por Los Cremas y después Las Águilas era evidente.

Eso que le pasaba a mi hermano, igual le pasaba a doña Coyo, pero con la Máquina Celeste y si bien no agarraba a coscorrones a nadie —bueno, eso creo— si podía despertarse una mañana dispuesta a increpar, iracundamente, a quien se le atravesara, si éste se atrevía a decirle, afuera de su casa o desde la banqueta —lo que hoy sería su muro en Facebook— que el Cruz Azul no daba una y que, salvo esos años maravillosos de los setenta, iba de fracaso en fracaso.

Si mi hermano podía reaccionar así, quedando dos minutos de esperanza, doña Coyo le decía quítate que ahí te voy, y de su frustración por una derrota, pasaba al coraje y de su coraje a la furia y de la furia a la persecución de sus disidentes —los que optaban por el Atlético Español, Los Pumas, quien sea— y, con el paso del tiempo, a la resistencia o a la negación para aceptar la realidad, es decir, su equipo nuevamente eliminado cuando ya sentía el título en la bolsa, dos técnicos destituidos, refuerzos que eran un chasco y una afición decepcionada por no cumplir con lo que habían prometido.

A diferencia del resto de los aficionados, tanto mi hermano como doña Coyo pudieron haber pasado la rayita de lo que era una pasión deportiva y cuando menos esperaron, ya estaban del otro lado, como unos fanáticos hechos y derechos o convertidos a un fanatismo que siempre está presto para recibir a quien se deje.

Claro: según ellos, eran simples hinchas, simpatizantes de una oncena que les llamó la atención por su estilo de juego, por su trayectoria, por las grandes campañas, por los campeonatos conseguidos o por los ya merito donde estuvieron a punto de ganar, pero al final cayeron, sorpresivamente, por una descarada actuación del árbitro.

Sí, pero sólo por corto tiempo, porque al rato aquello pasó a ser una apasionada e incondicional adhesión a lo que parecía ser una lúdica causa, dando un triple salto mortal a un entusiasmo desmedido, a una monomanía persistente hacia este tema, recurriendo a él, de modo obstinado, y más de una vez en tono violento.

Por supuesto que ambos son simples materiales didácticos para ilustrar este comportamiento, pero, obviamente, que eran ni son los únicos. No eran ni son los únicos en ese deporte y con respecto a sus equipos, porque en otros escenarios se cuecen las mismas habas. Cuestión de ampliar la mira y veremos que esta conducta está más generalizada de lo que parece.

No obstante, él último que se percata de ello, es el que se comporta así. Porque es tal su exaltación que no se da cuenta y si se le advierte, uno no lo admite y dos, se lanzará contra ti, por decírselo.

Digamos que es como un enamoramiento incondicional, ciego, dispuesto a todo, incapaz de ver en la causa de devoción, el error más mínimo. Y si éste llegase a presentarse, él esconderá su dignidad de la que ya no queda tanta y de aquel tropiezo de su ídolo habrá de sacar una virtud.

Yo sólo mencioné a mi hermano y a doña Coyo, pero repito, es nada más para ir entrando en confianza. Porque les pudiera hablar de otros tantos:

De la joven Groupie que se fue siguiendo desde Mérida hasta Ensenada al vocalista de no sé qué banda, hasta gastarse el último peso que tenía ahorrado, sólo porque le encantaba escucharlo y tenía la nariz respingadita. De regreso tuve que venirme de raite, porque se quedó sin dinero y sin poder tocar al de la nariz respingadita.

De la señora que implora al cielo mirando al techo de esa iglesia, mientras el pastor que dirige la misa, cuenta un fajo de billetes arrugados que le entregó esa fila de seguidores, a cambio de la gloria y el perdón. Del muchacho sin camisa que está montado en esa alambrada, cercado por el fuego, al tiempo que corea desparpajadamente un cántico estruendoso a favor de esa escuadra que ha seguido desde que su pensamiento era libre y anti solemne.

De lo ocurrido en San Miguel Canoa, Puebla, en donde a consecuencia de la paranoia religiosa vivida en el pueblo en gran medida incitada por el párroco local, el pueblo “confunde” a unos empleados universitarios con comunistas y deciden lincharlos.

Hagan de cuenta mi hermano y doña Coyo, pero frente al América y al Cruz Azul como una relación causal y tatuadamente erótica, aunque se hablara, simplemente, de goles, de tiros de larga distancia, de saques de banda, de pases filtrados o de fuera de lugar.

Ni uno ni otro se permiten cuestionar ni razonar lo que vivían y por quién vivían cada domingo. Por su equipo y nada más, se les iba la vida, antes que cuestionar al destinatario de sus actos, quien por los siglos de los siglos era infalible.

Por eso creo que fue una tontería de mi parte el decir esa noche “ya perdió el América”. Por eso estaba por demás tratar de convencer a doña Coyo que abriera los ojos y que cambiara de equipo. Eran Intransigentes: no aceptaban los análisis críticos hacia sus equipos y a su rendimiento.

Reaccionaban de manera radical y no aceptaban los matices. Si no estábamos con ellos es porque estábamos contra ellos. Si no nos gustaba tal contratación, entonces quería decir que teníamos simpatía por otro equipo, lo cual era imperdonable. Tal cual era su reduccionismo doctrinal o simplicidad de análisis interpretativo.

Eran muy parecidos a quien tiene un padecimiento ideológico y su diversidad categorial suele encerrarse en puros estratos contrapuestos: buenos y malos; blanco y negro, decente e indecente, sabios y tontos, honorables e indecentes, pero, ante todo, con el afán de imponer su estilo o creencias y de forzar a que los demás se adscriban a lo mismo como la única verdad.

Cuando les digo que estos casos, el de mi hermano y el de doña Coyo no son los únicos pero porque así es. Los dos ya son pasados, pero, aunque, en otros rubros y en otros tópicos hay quienes los emulan en el presente.

Si les cuesta un poco ubicarlos, yo les voy a dar una ayudadita:

El primer síntoma para detectarlos es su visión del mundo en alto contraste. Como dice Amos Oz, son daltónicos incapaces de reconocer grises y claroscuros, sus ojos lo miran todo en blanco y negro. Quien padece la enfermedad interpreta la realidad como una disputa permanente entre buenos y malos: pacíficos versus violentos, demócratas contra fascistas, pobres contra privilegiados. Yo soy la bondad y mi adversario es el mal encarnado. Resultan incapaces de reconocer algún mérito o derecho en las consignas de su contrincante. Error: no tienen adversarios, ni contrincantes, sólo tiene enemigos.

Son excelentes soldados, pero no tienen madera para ser políticos. Están dispuestos a sacrificarlo todo con tal de avanzar su causa, pero son incapaces de sentarse a tomar un café con sus antagonistas. El ardor de sus convicciones no les permite ceder, ni negociar. Padecen de sordera selectiva, sus oídos sólo se abren para escuchar su propia voz. Los argumentos ajenos son un ruido de fondo que les interrumpe el monólogo.

Su misión principal es cambiar el comportamiento de otras personas. Con un altruismo perverso, están más preocupados por los demás, que por sí mismos. Nada más quiere que le reces a su Dios (a Carlos Reinoso, a Borja, o a Miguel Marín o a Carlos Eloir Perucci, según mi hermano o doña Coyo, y sus versículos) y que visites su templo o que apuestes por su preferido.

Son como alguien totalmente convencido de su propia superioridad moral y su mayor deseo es redimir su alma de sus faltas ideológicas o pecados religiosos.

Son eso y mucho más, aunque su equipo no vaya perdiendo 3-0 en el último minuto, ni peguen coscorrones.

Ocurrió un jueves por la noche, que veíamos un juego del equipo de mis amores contra la Universidad de Guadalajara, y en el minuto 89 del segundo tiempo, cuando el marcador iban 3-0 a favor de los Leones Negros, tuve la osadía de sentenciar el resultado con un tajante “ya perdió el América” pero mi hermano mayor, a quien nada más le daban silla, mientras el resto nos sentábamos en el suelo, estiró la mano, fúrico, y cegado ante a la realidad, me dio un coscorrón tan fuerte que aún tengo secuelas.

Corrían los años setenta y, pese a ser bastante malo para jugar, era el futbol el deporte de mis preferencias y del barrio mismo también, al grado tal que los enconos por irle a tal o cual equipo no se hacían esperar.

Cada semana se despertaban pasiones y sentimientos encontrados entre nosotros, con respecto al equipo de nuestras preferencias, pero hasta ahí. Sin embargo, esa reacción de mi hermano y su zape plantado en mi cabeza, pudo ser el anuncio de que su predilección, aunque se tratara del América, era desmedida pero no lo vi, a mi edad no lo vi, ni él tampoco, por más que ahora, ya pasado tanto tiempo, esté muy claro que su irracionalidad y la fe ciega por Los Cremas y después Las Águilas era evidente.

Eso que le pasaba a mi hermano, igual le pasaba a doña Coyo, pero con la Máquina Celeste y si bien no agarraba a coscorrones a nadie —bueno, eso creo— si podía despertarse una mañana dispuesta a increpar, iracundamente, a quien se le atravesara, si éste se atrevía a decirle, afuera de su casa o desde la banqueta —lo que hoy sería su muro en Facebook— que el Cruz Azul no daba una y que, salvo esos años maravillosos de los setenta, iba de fracaso en fracaso.

Si mi hermano podía reaccionar así, quedando dos minutos de esperanza, doña Coyo le decía quítate que ahí te voy, y de su frustración por una derrota, pasaba al coraje y de su coraje a la furia y de la furia a la persecución de sus disidentes —los que optaban por el Atlético Español, Los Pumas, quien sea— y, con el paso del tiempo, a la resistencia o a la negación para aceptar la realidad, es decir, su equipo nuevamente eliminado cuando ya sentía el título en la bolsa, dos técnicos destituidos, refuerzos que eran un chasco y una afición decepcionada por no cumplir con lo que habían prometido.

A diferencia del resto de los aficionados, tanto mi hermano como doña Coyo pudieron haber pasado la rayita de lo que era una pasión deportiva y cuando menos esperaron, ya estaban del otro lado, como unos fanáticos hechos y derechos o convertidos a un fanatismo que siempre está presto para recibir a quien se deje.

Claro: según ellos, eran simples hinchas, simpatizantes de una oncena que les llamó la atención por su estilo de juego, por su trayectoria, por las grandes campañas, por los campeonatos conseguidos o por los ya merito donde estuvieron a punto de ganar, pero al final cayeron, sorpresivamente, por una descarada actuación del árbitro.

Sí, pero sólo por corto tiempo, porque al rato aquello pasó a ser una apasionada e incondicional adhesión a lo que parecía ser una lúdica causa, dando un triple salto mortal a un entusiasmo desmedido, a una monomanía persistente hacia este tema, recurriendo a él, de modo obstinado, y más de una vez en tono violento.

Por supuesto que ambos son simples materiales didácticos para ilustrar este comportamiento, pero, obviamente, que eran ni son los únicos. No eran ni son los únicos en ese deporte y con respecto a sus equipos, porque en otros escenarios se cuecen las mismas habas. Cuestión de ampliar la mira y veremos que esta conducta está más generalizada de lo que parece.

No obstante, él último que se percata de ello, es el que se comporta así. Porque es tal su exaltación que no se da cuenta y si se le advierte, uno no lo admite y dos, se lanzará contra ti, por decírselo.

Digamos que es como un enamoramiento incondicional, ciego, dispuesto a todo, incapaz de ver en la causa de devoción, el error más mínimo. Y si éste llegase a presentarse, él esconderá su dignidad de la que ya no queda tanta y de aquel tropiezo de su ídolo habrá de sacar una virtud.

Yo sólo mencioné a mi hermano y a doña Coyo, pero repito, es nada más para ir entrando en confianza. Porque les pudiera hablar de otros tantos:

De la joven Groupie que se fue siguiendo desde Mérida hasta Ensenada al vocalista de no sé qué banda, hasta gastarse el último peso que tenía ahorrado, sólo porque le encantaba escucharlo y tenía la nariz respingadita. De regreso tuve que venirme de raite, porque se quedó sin dinero y sin poder tocar al de la nariz respingadita.

De la señora que implora al cielo mirando al techo de esa iglesia, mientras el pastor que dirige la misa, cuenta un fajo de billetes arrugados que le entregó esa fila de seguidores, a cambio de la gloria y el perdón. Del muchacho sin camisa que está montado en esa alambrada, cercado por el fuego, al tiempo que corea desparpajadamente un cántico estruendoso a favor de esa escuadra que ha seguido desde que su pensamiento era libre y anti solemne.

De lo ocurrido en San Miguel Canoa, Puebla, en donde a consecuencia de la paranoia religiosa vivida en el pueblo en gran medida incitada por el párroco local, el pueblo “confunde” a unos empleados universitarios con comunistas y deciden lincharlos.

Hagan de cuenta mi hermano y doña Coyo, pero frente al América y al Cruz Azul como una relación causal y tatuadamente erótica, aunque se hablara, simplemente, de goles, de tiros de larga distancia, de saques de banda, de pases filtrados o de fuera de lugar.

Ni uno ni otro se permiten cuestionar ni razonar lo que vivían y por quién vivían cada domingo. Por su equipo y nada más, se les iba la vida, antes que cuestionar al destinatario de sus actos, quien por los siglos de los siglos era infalible.

Por eso creo que fue una tontería de mi parte el decir esa noche “ya perdió el América”. Por eso estaba por demás tratar de convencer a doña Coyo que abriera los ojos y que cambiara de equipo. Eran Intransigentes: no aceptaban los análisis críticos hacia sus equipos y a su rendimiento.

Reaccionaban de manera radical y no aceptaban los matices. Si no estábamos con ellos es porque estábamos contra ellos. Si no nos gustaba tal contratación, entonces quería decir que teníamos simpatía por otro equipo, lo cual era imperdonable. Tal cual era su reduccionismo doctrinal o simplicidad de análisis interpretativo.

Eran muy parecidos a quien tiene un padecimiento ideológico y su diversidad categorial suele encerrarse en puros estratos contrapuestos: buenos y malos; blanco y negro, decente e indecente, sabios y tontos, honorables e indecentes, pero, ante todo, con el afán de imponer su estilo o creencias y de forzar a que los demás se adscriban a lo mismo como la única verdad.

Cuando les digo que estos casos, el de mi hermano y el de doña Coyo no son los únicos pero porque así es. Los dos ya son pasados, pero, aunque, en otros rubros y en otros tópicos hay quienes los emulan en el presente.

Si les cuesta un poco ubicarlos, yo les voy a dar una ayudadita:

El primer síntoma para detectarlos es su visión del mundo en alto contraste. Como dice Amos Oz, son daltónicos incapaces de reconocer grises y claroscuros, sus ojos lo miran todo en blanco y negro. Quien padece la enfermedad interpreta la realidad como una disputa permanente entre buenos y malos: pacíficos versus violentos, demócratas contra fascistas, pobres contra privilegiados. Yo soy la bondad y mi adversario es el mal encarnado. Resultan incapaces de reconocer algún mérito o derecho en las consignas de su contrincante. Error: no tienen adversarios, ni contrincantes, sólo tiene enemigos.

Son excelentes soldados, pero no tienen madera para ser políticos. Están dispuestos a sacrificarlo todo con tal de avanzar su causa, pero son incapaces de sentarse a tomar un café con sus antagonistas. El ardor de sus convicciones no les permite ceder, ni negociar. Padecen de sordera selectiva, sus oídos sólo se abren para escuchar su propia voz. Los argumentos ajenos son un ruido de fondo que les interrumpe el monólogo.

Su misión principal es cambiar el comportamiento de otras personas. Con un altruismo perverso, están más preocupados por los demás, que por sí mismos. Nada más quiere que le reces a su Dios (a Carlos Reinoso, a Borja, o a Miguel Marín o a Carlos Eloir Perucci, según mi hermano o doña Coyo, y sus versículos) y que visites su templo o que apuestes por su preferido.

Son como alguien totalmente convencido de su propia superioridad moral y su mayor deseo es redimir su alma de sus faltas ideológicas o pecados religiosos.

Son eso y mucho más, aunque su equipo no vaya perdiendo 3-0 en el último minuto, ni peguen coscorrones.