/ viernes 6 de diciembre de 2019

Un italiano en California Sur antes de la Revolución (IV)

(Cuarta de cinco partes)

Después de la isla del Carmen tuvimos la sorpresa de ver una ballena que corría paralelamente a nuestro vapor, saliendo algunas veces casi por completo de su elemento; de vez en cuando lanzaba a regular altura dos chorros de agua, para desaparecer en seguida y volver a dejarse ver un poco más lejos.

En Loreto y en Mulegé nos detuvimos algunas horas. Son lugares muy bonitos, dos oasis, especialmente Mulegé en donde hay gran abundancia de cocos, de higos, de aceitunas, de uva, de dátiles y de caña de azúcar; se dedican también a la cría de ganado vacuno.

En Mulegé, antigua colonia española, hay criollas blancas y muy hermosas, grandes palmas, una vista panorámica espléndida, un brazo de mar o estero que en un punto se mezcla con el agua dulce; flores y pájaros en cantidad enorme, y una paz nunca interrumpida.

El clima es sano y la gente muy buena y amable; la seguridad pública no pudiera ser mejor.

Pensábamos no quedarnos ya en Santa Rosalía, pero habiendo bajado durante las horas en que el vapor debía quedarse en el puerto, el Álamos, sin las señales que se acostumbran, quitó las anclas y salió con nuestros equipajes con dirección a Guaymas.

Hay que anotar que, antes de bajar, el capitán y otros empleados subalternos nos habían asegurado que no habrían salido sin los consabidos pitazos; por lo contrario, quisieron hacernos la jugada y perdimos así en Santa Rosalía varios días de una terrible monotonía para nosotros. Poco después el Álamos naufragaba habiéndose salvado afortunadamente las personas, los equipajes y la mercancía.

En Santa Rosalía no sabíamos cómo pasar el tiempo. Los habitantes de ese lugar en general no entienden mucho de usos sociales; allí se lleva una vida vegetativa. La única distracción era pasear en una plazuela en donde había gran abundancia de arena, de polvo, de cafés y de muchachas que suspiraban por los numerosos franceses, empleados en la compañía del Boleo. Ellos viven en una barriada aparte denominada Francia, mucho mejor por cierto de lo demás de Santa Rosalía.

Las malas lenguas dicen que sucede allí lo contrario de lo que acontece en La Paz en donde escasean los representantes del sexo fuerte; en Santa Rosalía abundan las muchachas a pesar de la vida poco amena que se lleva allí, y añádese que llegan bajo pretextos diferentes pero acaso por las mayores probabilidades de encontrar el pescado-marido.

Probamos en Santa Rosalía el famoso licor de damiana (aplopappusdiscoidens-Humboldt), la yerba que el vulgo considera como afrodisíaca, a pesar de que la ciencia no lo haya aún demostrado. En la Baja California atribuyen al uso de la damiana los casos de longevidad que son frecuentes entre aquellos habitantes.

Encontramos en un jardín una planta rica de goma elástica, cuyo nombre vulgar no pudimos lograr saber; con seguridad debe ser algo escasa. El sacerdote señor Alloero nos dijo que abunda más cerca de La Paz y que un botánico le había asegurado tratarse de la carica caudata.

Lo mejor que podíamos hacer en Santa Rosalía era ir al puerto a ver volar ciertas aves acuáticas de plumaje fino, color gris-blanco, denominadas alcatraces (pelecanusfuscus). Se parecían a los pelícanos comunes pero eran más pequeñas.

Otras veces íbamos a la estación radiotelegráfica, situada en la cima de un cerrito árido, cerca del puerto; estaba comunicada con la otra inmediata a Guaymas que creo debía ser suprimida pronto.

Existe otra estación en San José del Cabo, en el extremo sur de la Baja California, la que se comunicaba con la de Cerritos, inmediata al puerto de Mazatlán.

Estábamos bastante mal de hotel y era el único, desgraciadamente; la limpieza era poco escrupulosa y la cocina pésima.

Pasamos un día en Santa Águeda, aldea distante dos horas en coche de Santa Rosalía. Unos meses después fue muy perjudicada por un terrible ciclón. A pesar de que ese lugar no tuviera ningún atractivo tampoco, lo preferimos sin embargo a Santa Rosalía, porque siquiera se veía algo de verde y flores. Se dedican allí a cultivar hortaliza y la palma del dátil, y contando con agua porque hay un buen manantial, y con tierra vegetal, no parece tan triste como el árido escollo en donde habíamos quedado tantos días en contra de nuestros deseos.

Los habitantes de Santa Águeda se quejaban mucho en aquel entonces de no tener una oficina de Correos.

Por fin pudimos embarcarnos para Guaymas, a donde llegamos después de un viaje de once horas.”

Y hasta aquí la parte sudcaliforniana del recorrido de Adolfo Dollero por nuestro país, que dio lugar a la publicación de su libro México al día, en 1914

(Cuarta de cinco partes)

Después de la isla del Carmen tuvimos la sorpresa de ver una ballena que corría paralelamente a nuestro vapor, saliendo algunas veces casi por completo de su elemento; de vez en cuando lanzaba a regular altura dos chorros de agua, para desaparecer en seguida y volver a dejarse ver un poco más lejos.

En Loreto y en Mulegé nos detuvimos algunas horas. Son lugares muy bonitos, dos oasis, especialmente Mulegé en donde hay gran abundancia de cocos, de higos, de aceitunas, de uva, de dátiles y de caña de azúcar; se dedican también a la cría de ganado vacuno.

En Mulegé, antigua colonia española, hay criollas blancas y muy hermosas, grandes palmas, una vista panorámica espléndida, un brazo de mar o estero que en un punto se mezcla con el agua dulce; flores y pájaros en cantidad enorme, y una paz nunca interrumpida.

El clima es sano y la gente muy buena y amable; la seguridad pública no pudiera ser mejor.

Pensábamos no quedarnos ya en Santa Rosalía, pero habiendo bajado durante las horas en que el vapor debía quedarse en el puerto, el Álamos, sin las señales que se acostumbran, quitó las anclas y salió con nuestros equipajes con dirección a Guaymas.

Hay que anotar que, antes de bajar, el capitán y otros empleados subalternos nos habían asegurado que no habrían salido sin los consabidos pitazos; por lo contrario, quisieron hacernos la jugada y perdimos así en Santa Rosalía varios días de una terrible monotonía para nosotros. Poco después el Álamos naufragaba habiéndose salvado afortunadamente las personas, los equipajes y la mercancía.

En Santa Rosalía no sabíamos cómo pasar el tiempo. Los habitantes de ese lugar en general no entienden mucho de usos sociales; allí se lleva una vida vegetativa. La única distracción era pasear en una plazuela en donde había gran abundancia de arena, de polvo, de cafés y de muchachas que suspiraban por los numerosos franceses, empleados en la compañía del Boleo. Ellos viven en una barriada aparte denominada Francia, mucho mejor por cierto de lo demás de Santa Rosalía.

Las malas lenguas dicen que sucede allí lo contrario de lo que acontece en La Paz en donde escasean los representantes del sexo fuerte; en Santa Rosalía abundan las muchachas a pesar de la vida poco amena que se lleva allí, y añádese que llegan bajo pretextos diferentes pero acaso por las mayores probabilidades de encontrar el pescado-marido.

Probamos en Santa Rosalía el famoso licor de damiana (aplopappusdiscoidens-Humboldt), la yerba que el vulgo considera como afrodisíaca, a pesar de que la ciencia no lo haya aún demostrado. En la Baja California atribuyen al uso de la damiana los casos de longevidad que son frecuentes entre aquellos habitantes.

Encontramos en un jardín una planta rica de goma elástica, cuyo nombre vulgar no pudimos lograr saber; con seguridad debe ser algo escasa. El sacerdote señor Alloero nos dijo que abunda más cerca de La Paz y que un botánico le había asegurado tratarse de la carica caudata.

Lo mejor que podíamos hacer en Santa Rosalía era ir al puerto a ver volar ciertas aves acuáticas de plumaje fino, color gris-blanco, denominadas alcatraces (pelecanusfuscus). Se parecían a los pelícanos comunes pero eran más pequeñas.

Otras veces íbamos a la estación radiotelegráfica, situada en la cima de un cerrito árido, cerca del puerto; estaba comunicada con la otra inmediata a Guaymas que creo debía ser suprimida pronto.

Existe otra estación en San José del Cabo, en el extremo sur de la Baja California, la que se comunicaba con la de Cerritos, inmediata al puerto de Mazatlán.

Estábamos bastante mal de hotel y era el único, desgraciadamente; la limpieza era poco escrupulosa y la cocina pésima.

Pasamos un día en Santa Águeda, aldea distante dos horas en coche de Santa Rosalía. Unos meses después fue muy perjudicada por un terrible ciclón. A pesar de que ese lugar no tuviera ningún atractivo tampoco, lo preferimos sin embargo a Santa Rosalía, porque siquiera se veía algo de verde y flores. Se dedican allí a cultivar hortaliza y la palma del dátil, y contando con agua porque hay un buen manantial, y con tierra vegetal, no parece tan triste como el árido escollo en donde habíamos quedado tantos días en contra de nuestros deseos.

Los habitantes de Santa Águeda se quejaban mucho en aquel entonces de no tener una oficina de Correos.

Por fin pudimos embarcarnos para Guaymas, a donde llegamos después de un viaje de once horas.”

Y hasta aquí la parte sudcaliforniana del recorrido de Adolfo Dollero por nuestro país, que dio lugar a la publicación de su libro México al día, en 1914