/ domingo 13 de septiembre de 2020

Tamayo en Sudcalifornia

Fue el miércoles 9 de septiembre de 1981 cuando, invitado por la universidad sudcaliforniana, Rufino Tamayo inauguró en el Museo de Antropología e Historia de La Paz la exposición que en su homenaje patrocinaron la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y el Fondo para Actividades Sociales (FONAPAS) que tuve la grata oportunidad de dirigir en Baja California Sur.

Luego de salvar algunos escollos como la negativa de la entonces directora del Centro Regional del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), con residencia en Hermosillo, a permitir el empleo del entrepiso del museo para la muestra (negativa que, por supuesto, nos tuvo sin el menor cuidado) y la disposición adecuada del espacio para montar los veinte ejemplares de la gráfica reciente del artista (cuya técnica él mismo denominó Mixografía), estaban aquí el extraordinario oaxaqueño, su esposa Olga y don Antonio Rodríguez, crítico de arte y amigo de los Tamayo.

Previamente al acto inaugural de la exposición, el plástico mexicano recibió el reconocimiento de las instituciones organizadoras en el teatro al aire libre del Ágora de La Paz.

Al día siguiente, don Rufino, acompañado de Rodríguez, el pintor José Zúñiga, Aníbal Angulo, Carlos Payén y este cronista, voló en un helicóptero de la IV Zona Naval a la región de pinturas rupestres de San Borjitas*, en la sierra de Guadalupe, con una escala breve para abastecimiento de combustible en Mulegé.

Diría más tarde don Antonio que “Desde la cañada de aterrizaje a las cuevas hay una hora de camino entre púas de chollas y garambullos, cardones y biznagas, que Tamayo recorrió con singular resistencia”.

“Estos pintores se me adelantaron”, escuchamos exclamar al muralista, lo cual constituyó todo un discurso, si se considera la habitual parquedad de sus expresiones.

Del maestro Rufino del Carmen Arellanes Tamayo –su nombre completo- (1899-1991) casi nada hay que añadir a lo sabido ya por el lector, quizá que recibió cinco doctorados Honoris causa y que, aparte de su enorme contribución al arte mexicano y universal, un poco antes de su visita al sur de California peninsular fundó el museo que lleva su nombre en la Ciudad de México, el cual expone por lo regular obras de arte contemporáneo mundial y en pocas ocasiones las de su creador.

Resultado de dicha visita a esos murales prehistóricos sudcalifornianos de 7500 años fue una serie de cuatro artículos preparados por Rodríguez, con fotografías de él mismo, que publicó Excélsior en su sección cultural pocos días después, y que luego con autorización del autor editó FONAPAS al año siguiente en un folleto de 45 páginas titulado Las cuevas pintadas de Baja California Sur, con imágenes a color de Enrique Hambleton.

Agreguemos de don Antonio Rodríguez Díaz Fonseca —Francisco de Paula Oliveira, su verdadero nombre— (1908-1993), otro importante personaje de estas efemérides de la cultura calisureña, algunas apreciaciones alusivas escritas por René Avilés Fabila para Crónica en su edición del 14 de julio de 2014:

“En lo personal, tengo afecto… en especial por el escritor Antonio Rodríguez, quien naciera en Portugal, muy joven se afiliara al marxismo y estudiara historia del arte en la Unión Soviética. Expulsado por la dictadura de Oliveira Salazar fue a España a combatir por la República; a la derrota, vino a México para hacer una larga y hermosa carrera en el IPN, la UNAM y en muchos diarios nacionales. Cuando me asomé al mundo intelectual, él era una figura distinguida: crítico de pintura, notable narrador, periodista político, polemista incansable, su personalidad se hacía sentir. Los jóvenes queríamos leer su trabajo y, si era posible, hablar con él. Un compañero de la Facultad de Ciencias Políticas dijo que me lo presentaría. Era 1962… Esperaba a un hombre solemne y distante, incapaz de compartir sus secretos con un joven escritor. Me equivoqué. Desde el principio fue generoso… Lo veo como un gran hombre, un intelectual de alto rango, preocupado por los grandes valores universales y, por sobre todo, un ser generoso y profundamente espiritual.”

Así fue, a grandes rasgos, la estadía de Rufino Tamayo en BCS, y es dable recordarlo ahora para subrayar el interés que local y nacionalmente había entonces por estas cosas

* La cueva aludida puede conocerla el lector mediante un video reportaje de dos minutos y medio en https://youtu.be/dgn7TP2TWhY

em_coronado@yahoo.com/

https://www.facebook.com/eligiomoises.coronado/

Fue el miércoles 9 de septiembre de 1981 cuando, invitado por la universidad sudcaliforniana, Rufino Tamayo inauguró en el Museo de Antropología e Historia de La Paz la exposición que en su homenaje patrocinaron la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y el Fondo para Actividades Sociales (FONAPAS) que tuve la grata oportunidad de dirigir en Baja California Sur.

Luego de salvar algunos escollos como la negativa de la entonces directora del Centro Regional del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), con residencia en Hermosillo, a permitir el empleo del entrepiso del museo para la muestra (negativa que, por supuesto, nos tuvo sin el menor cuidado) y la disposición adecuada del espacio para montar los veinte ejemplares de la gráfica reciente del artista (cuya técnica él mismo denominó Mixografía), estaban aquí el extraordinario oaxaqueño, su esposa Olga y don Antonio Rodríguez, crítico de arte y amigo de los Tamayo.

Previamente al acto inaugural de la exposición, el plástico mexicano recibió el reconocimiento de las instituciones organizadoras en el teatro al aire libre del Ágora de La Paz.

Al día siguiente, don Rufino, acompañado de Rodríguez, el pintor José Zúñiga, Aníbal Angulo, Carlos Payén y este cronista, voló en un helicóptero de la IV Zona Naval a la región de pinturas rupestres de San Borjitas*, en la sierra de Guadalupe, con una escala breve para abastecimiento de combustible en Mulegé.

Diría más tarde don Antonio que “Desde la cañada de aterrizaje a las cuevas hay una hora de camino entre púas de chollas y garambullos, cardones y biznagas, que Tamayo recorrió con singular resistencia”.

“Estos pintores se me adelantaron”, escuchamos exclamar al muralista, lo cual constituyó todo un discurso, si se considera la habitual parquedad de sus expresiones.

Del maestro Rufino del Carmen Arellanes Tamayo –su nombre completo- (1899-1991) casi nada hay que añadir a lo sabido ya por el lector, quizá que recibió cinco doctorados Honoris causa y que, aparte de su enorme contribución al arte mexicano y universal, un poco antes de su visita al sur de California peninsular fundó el museo que lleva su nombre en la Ciudad de México, el cual expone por lo regular obras de arte contemporáneo mundial y en pocas ocasiones las de su creador.

Resultado de dicha visita a esos murales prehistóricos sudcalifornianos de 7500 años fue una serie de cuatro artículos preparados por Rodríguez, con fotografías de él mismo, que publicó Excélsior en su sección cultural pocos días después, y que luego con autorización del autor editó FONAPAS al año siguiente en un folleto de 45 páginas titulado Las cuevas pintadas de Baja California Sur, con imágenes a color de Enrique Hambleton.

Agreguemos de don Antonio Rodríguez Díaz Fonseca —Francisco de Paula Oliveira, su verdadero nombre— (1908-1993), otro importante personaje de estas efemérides de la cultura calisureña, algunas apreciaciones alusivas escritas por René Avilés Fabila para Crónica en su edición del 14 de julio de 2014:

“En lo personal, tengo afecto… en especial por el escritor Antonio Rodríguez, quien naciera en Portugal, muy joven se afiliara al marxismo y estudiara historia del arte en la Unión Soviética. Expulsado por la dictadura de Oliveira Salazar fue a España a combatir por la República; a la derrota, vino a México para hacer una larga y hermosa carrera en el IPN, la UNAM y en muchos diarios nacionales. Cuando me asomé al mundo intelectual, él era una figura distinguida: crítico de pintura, notable narrador, periodista político, polemista incansable, su personalidad se hacía sentir. Los jóvenes queríamos leer su trabajo y, si era posible, hablar con él. Un compañero de la Facultad de Ciencias Políticas dijo que me lo presentaría. Era 1962… Esperaba a un hombre solemne y distante, incapaz de compartir sus secretos con un joven escritor. Me equivoqué. Desde el principio fue generoso… Lo veo como un gran hombre, un intelectual de alto rango, preocupado por los grandes valores universales y, por sobre todo, un ser generoso y profundamente espiritual.”

Así fue, a grandes rasgos, la estadía de Rufino Tamayo en BCS, y es dable recordarlo ahora para subrayar el interés que local y nacionalmente había entonces por estas cosas

* La cueva aludida puede conocerla el lector mediante un video reportaje de dos minutos y medio en https://youtu.be/dgn7TP2TWhY

em_coronado@yahoo.com/

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