/ domingo 16 de agosto de 2020

Sudcalifornidad y Sopa de Caguama

La sopa de caguama constituyó siempre un platillo fundamental en la dieta y la cultura del pueblo de Baja California Sur, pues no sólo fue alimento sino factor de convivencia, encuentro, unión y fraternidad, que tenían lugar alrededor del exquisito quelonio, figura imprescindible de un rito ancestral que se iniciaba desde algunos días antes del banquete, cuando en el patio de la casa era debidamente depositado uno de estos ejemplares recién capturado por algún pescador ribereño en el tibio golfo de California o en aguas del Pacífico peninsular.

Una vez a buen recaudo hogareño, el jefe u otro miembro de la familia asumía el honroso encargo de arrojar agua para refrescar periódicamente al reo, colocado aletas arriba o en posición normal atado a un objeto fijo ya que, obedeciendo a su naturaleza, intenta siempre dirigirse al mar.

Llegado el gran día -fin de semana, aniversario, onomástico, boda o el pretexto que fuese-, la fiesta comenzaba desde temprano, a partir del arribo del caguamero, experto no sólo en los menesteres del holocausto sino en todos los quehaceres relativos, incluidos los culinarios.

En torno al acto sacrificial concurrían los de confianza de la casa a tomar la sangre de la víctima (costumbre hemofágica incluso de otras culturas menos avanzadas). Con las primeras luces de la mañana comenzaba el lento y deleitoso consumo de cerveza, aditamento idóneo e insustituible, de marca que está prohibido mencionar aquí, por mazatleca que ésta sea.

En otra parte del patio eran enterradas verticalmente tres o cuatro varillas que habrían de servir de respaldo a la parte pectoral del inmolado, con carne todavía temblorosa que se contraía al contacto con el cuchillo o el jugo de limón, según lo provocaba la curiosidad de los pequeños. Frente a la parte carnosa se hallaba la leña encendida que generaba un cocimiento paulatino, sin prisas, como debe ser.

Lo siguiente que se degustaba era el hígado, ya cocido, preparado con limón, sal y salsa. Le seguían los azotillos, que son la banda grasa de todo el perímetro del pecho, y que terminaban consumidos sin ninguna otra preparación.

Una vez al punto (a la par que los comensales), la carne era separada de su continente y colocada en enorme olla a la cual iban a dar también el agua, los chícharos, los ejotes, los tomates, los chiles jalapeños, el ajo, el chorro de vino o de cerveza (pa´que fragüe) y todo lo demás.

Una variante era la sopa "marinera", que llevaba papas, lo cual no ocurría con la sopa clásica.

Otra modalidad era "a la greña", que consistía en tomar la carne directamente de la plataforma torácica y prepararla con salsa casera sobre la tortilla, que debía ser de maíz, ya que la caguama era uno de los pocos manjares que los sudcalifornianos dejaban de acompañar con tortillas de harina (de trigo).

Las aletas podían constituir platillo aparte si se quería, en sopa o rellenas, y también se podían hacer chicharrones de caguama, en cazo y todo.

El festín duraba el día completo, y todos comían abundantemente las tres veces de tan placentera jornada. Hasta alcanzaba para compartir con algunos de los invitados que se excusaban de asistir, pero que mandaban una disculpa junto con la ollita; este recipiente posee, por su parte, una significación socio-antropológica digna, de veras, de muy amplio estudio.

La cultura gastronómica del pueblo sudcaliforniano excluye la ingesta del huevo de tortuga, que es la peor amenaza a la especie y que es propia de hábitos alimentarios de otras latitudes, donde una persona come hasta diez huevos en una sesión, lo cual es un hecho depredador cotidiano y en algunos lugares incontenible; mientras que acá, diez personas o más, durante un día o más, comían un solo huevo, es decir una caguama, de vez en cuando, porque la ceremonia caguamística tiene sus gastos, aunque generalmente entra aquí en juego la popular "coperacha", que es diferente al prorrateo (donde cada quien colabora con una parte equivalente a la de cada uno de los convidados restantes), o "al estilo americano" o gringo (donde cada quien corre con la cuenta propia). En la coperacha, los departientes ponen lo que pueden.

El peligro de extinción vedó en México desde 1990 la captura de la tortuga marina, lo que consecuentemente canceló (al menos de manera legal) un rito arraigado en la esencia, la existencia y la identidad de los habitantes de este otro México.

En uno de los reportajes que publicó Fernando Jordán sobre su viaje en velero por el mar de Cortés, ofrece una vasta explicación acerca de las caguamas, cuya carne resultó para él "de magnífico sabor", y le alivió el hambre en varias ocasiones durante la travesía; lamentaba la forma en que eran tratadas por los pescadores antes de ser puestas en el mercado, aunque, aclara, su captura "no es más ni menos dolorosa que la de cualquier otro animal del mar."(*)

Se trata, en resumen, de un culto socio-gastronómico que los sudcalifornianos aspiramos a continuar lícitamente algún día, mediante las normas adecuadas, a la sombra de un (árbol de) tamarindo lo más frondoso posible.

Así sea.

(*) Fernando Jordán, Mar Rojo de Cortés (biografía de un golfo), SEP-UABC, México, 1995, pág. 85.

La sopa de caguama constituyó siempre un platillo fundamental en la dieta y la cultura del pueblo de Baja California Sur, pues no sólo fue alimento sino factor de convivencia, encuentro, unión y fraternidad, que tenían lugar alrededor del exquisito quelonio, figura imprescindible de un rito ancestral que se iniciaba desde algunos días antes del banquete, cuando en el patio de la casa era debidamente depositado uno de estos ejemplares recién capturado por algún pescador ribereño en el tibio golfo de California o en aguas del Pacífico peninsular.

Una vez a buen recaudo hogareño, el jefe u otro miembro de la familia asumía el honroso encargo de arrojar agua para refrescar periódicamente al reo, colocado aletas arriba o en posición normal atado a un objeto fijo ya que, obedeciendo a su naturaleza, intenta siempre dirigirse al mar.

Llegado el gran día -fin de semana, aniversario, onomástico, boda o el pretexto que fuese-, la fiesta comenzaba desde temprano, a partir del arribo del caguamero, experto no sólo en los menesteres del holocausto sino en todos los quehaceres relativos, incluidos los culinarios.

En torno al acto sacrificial concurrían los de confianza de la casa a tomar la sangre de la víctima (costumbre hemofágica incluso de otras culturas menos avanzadas). Con las primeras luces de la mañana comenzaba el lento y deleitoso consumo de cerveza, aditamento idóneo e insustituible, de marca que está prohibido mencionar aquí, por mazatleca que ésta sea.

En otra parte del patio eran enterradas verticalmente tres o cuatro varillas que habrían de servir de respaldo a la parte pectoral del inmolado, con carne todavía temblorosa que se contraía al contacto con el cuchillo o el jugo de limón, según lo provocaba la curiosidad de los pequeños. Frente a la parte carnosa se hallaba la leña encendida que generaba un cocimiento paulatino, sin prisas, como debe ser.

Lo siguiente que se degustaba era el hígado, ya cocido, preparado con limón, sal y salsa. Le seguían los azotillos, que son la banda grasa de todo el perímetro del pecho, y que terminaban consumidos sin ninguna otra preparación.

Una vez al punto (a la par que los comensales), la carne era separada de su continente y colocada en enorme olla a la cual iban a dar también el agua, los chícharos, los ejotes, los tomates, los chiles jalapeños, el ajo, el chorro de vino o de cerveza (pa´que fragüe) y todo lo demás.

Una variante era la sopa "marinera", que llevaba papas, lo cual no ocurría con la sopa clásica.

Otra modalidad era "a la greña", que consistía en tomar la carne directamente de la plataforma torácica y prepararla con salsa casera sobre la tortilla, que debía ser de maíz, ya que la caguama era uno de los pocos manjares que los sudcalifornianos dejaban de acompañar con tortillas de harina (de trigo).

Las aletas podían constituir platillo aparte si se quería, en sopa o rellenas, y también se podían hacer chicharrones de caguama, en cazo y todo.

El festín duraba el día completo, y todos comían abundantemente las tres veces de tan placentera jornada. Hasta alcanzaba para compartir con algunos de los invitados que se excusaban de asistir, pero que mandaban una disculpa junto con la ollita; este recipiente posee, por su parte, una significación socio-antropológica digna, de veras, de muy amplio estudio.

La cultura gastronómica del pueblo sudcaliforniano excluye la ingesta del huevo de tortuga, que es la peor amenaza a la especie y que es propia de hábitos alimentarios de otras latitudes, donde una persona come hasta diez huevos en una sesión, lo cual es un hecho depredador cotidiano y en algunos lugares incontenible; mientras que acá, diez personas o más, durante un día o más, comían un solo huevo, es decir una caguama, de vez en cuando, porque la ceremonia caguamística tiene sus gastos, aunque generalmente entra aquí en juego la popular "coperacha", que es diferente al prorrateo (donde cada quien colabora con una parte equivalente a la de cada uno de los convidados restantes), o "al estilo americano" o gringo (donde cada quien corre con la cuenta propia). En la coperacha, los departientes ponen lo que pueden.

El peligro de extinción vedó en México desde 1990 la captura de la tortuga marina, lo que consecuentemente canceló (al menos de manera legal) un rito arraigado en la esencia, la existencia y la identidad de los habitantes de este otro México.

En uno de los reportajes que publicó Fernando Jordán sobre su viaje en velero por el mar de Cortés, ofrece una vasta explicación acerca de las caguamas, cuya carne resultó para él "de magnífico sabor", y le alivió el hambre en varias ocasiones durante la travesía; lamentaba la forma en que eran tratadas por los pescadores antes de ser puestas en el mercado, aunque, aclara, su captura "no es más ni menos dolorosa que la de cualquier otro animal del mar."(*)

Se trata, en resumen, de un culto socio-gastronómico que los sudcalifornianos aspiramos a continuar lícitamente algún día, mediante las normas adecuadas, a la sombra de un (árbol de) tamarindo lo más frondoso posible.

Así sea.

(*) Fernando Jordán, Mar Rojo de Cortés (biografía de un golfo), SEP-UABC, México, 1995, pág. 85.