/ martes 9 de octubre de 2018

Promoción cultural y burocracia

La promoción (pro-moción: acción y efecto de mover a favor de algo) cultural es una cuestión de entusiasmo, antes y más que de disponibilidades económicas.

Cuando alguien acepta el ingrato papel de promotor cultural (y en el ámbito de los servicios al desarrollo de la cultura todos lo son, desde el director hasta el empleado de salario ínfimo), sabe de antemano que su labor ocupa el último lugar en el interés de los que deciden el destino de los presupuestos.

Debe saber también que, por consecuencia, en el caso frecuente de reducción de los recursos, el área de servicios culturales será siempre la primera y mayormente afectada.

Que su trabajo de apoyo al talento artístico será despreciado y considerado de importancia menor por quienes ejercen el poder (del signo político que fuere), y que la tarea que lleva a cabo, de estímulo a los que enriquecen a la sociedad con su inteligencia, será vista con desconfianza y hasta con temor por aquellos mismos.

Precisamente por eso la promoción cultural ha de ser un cotidiano empeño de gestión, de procuración, de provocación, más allá de la simple aplicación de lo que, a regañadientes, aporta para ello el erario.

Limitarse a ordenar lo que ha de ser hecho con el poco dinero previsto en las partidas, de ningún modo es hacer promoción cultural.

Mas dejemos antes un asunto en claro: la cultura se promueve a sí misma, con apoyo del gobierno o sin él; dichoso estaría el desarrollo cultural de una comunidad si dependiera de la voluntad política y las ganas de los responsables de alentarlo.

De manera que el verdadero promotor de los servicios culturales tendrá que dejar la poltrona y salir a la calle a buscar con qué facilitar el trabajo de los creadores de los productos culturales, a pelearse con los funcionarios y tesoreros para que logren entender que la administración pública no puede, no debe desatenderse de su obligación de respaldar los quehaceres en la cultura.

Esto es lo que ha de promover. No la cultura, porque el Estado carece de atribuciones para ser generador de materia tan significativa; estará bien, entonces, que el gobierno deje de andar haciendo como que “hace” cultura. Cuando ello ocurre, usurpa actividades que no le compete realizar, y desperdicia fondos que son mejor empleados cuando se ponen en manos de los artistas, escritores y académicos para efectuar con desahogo sus importantes trabajos.

El promotor de cultura tiene como exigencia primordial la de reconocer que ésta debe producirse en una dimensión de libertad plena; sólo así será posible, válida y legítima. Lo anterior significa que deberá contribuir a que este requerimiento sea satisfecho sin restricciones ni ambigüedades, y rechazar, en punto tan sensible, cualquier forma de dirigismo o simple injerencia estatal. Nada, pues, de “manejar” la cultura; primero, porque es inmanejable y, segundo, porque malamente se le equipararía con una bicicleta.

El Instituto Sudcaliforniano de Cultura se fundó por ley publicada el 10 de mayo de 1994 en el “Boletín oficial” del gobierno local, con objeto de “auspiciar, promover y difundir la actividad cultural... y propiciar y alentar la participación de los habitantes del estado en estas actividades.”

Su patrimonio lo constituyen las aportaciones en efectivo y en especie que le otorguen las tres instancias de gobierno, pero también (y esto debería ser en mayor cuantía) los subsidios, participaciones, donaciones, legados y bienes en especie o en metálico que reciba de personas físicas o morales del sector social y privado, así como rendimientos, recuperaciones, bienes, derechos y demás ingresos que por sí mismo genere.

Ahora preguntémonos: ¿Dónde están los recursos del ISC provenientes de otros orígenes aparte de los gubernamentales, que le darían amplitud de maniobra e, idealmente, cierta autonomía en su carácter de organismo descentralizado?

¿Dónde está su Consejo Directivo (presidido por el gobernador de la entidad), que entre otras 15 facultades y obligaciones tiene la de evaluar semestralmente las actividades del instituto? ¿Dónde su Consejo Consultivo para apoyarlo con recomendaciones y opiniones? ¿Dónde su patronato, órgano auxiliar del ISC para la conservación y fomento del patrimonio institucional?

Todo parece indicar que, hasta hoy, el ISC ha continuado siendo una dependencia más, al nivel y con todas las desventajas financieras de una dirección, que se ha limitado a derivar ocasionalmente a la comunidad lo que buenamente le va llegando, pero que se ha negado (por pereza, indiferencia, falta de imaginación o vaya usted a saber por qué) a ejercer la auténtica promoción cultural, su encargo sustantivo.

Para estar a la altura de las expectativas que inspiró desde su creación, o sea librar, con sus aliados naturales los artistas e intelectuales, una afanosa batalla contra el desdén, la incomprensión, el menosprecio; una búsqueda incansable y comprometida en beneficio de la preservación y el crecimiento culturales de Baja California Sur.

Y resulta que ahora, por ausencia del dinero y el cuidado que son indispensables, los espacios para la creación y el disfrute de cultura se hallan (con la sola y reciente excepción del Teatro de la Ciudad de La Paz) en progresivo deterioro, ayunos de atención y mantenimiento adecuado.

Que la capital es sólo una parte del estado, aunque sea la de mayor concentración demográfica.

A cambio se advierten empeños de poner en el escritorio a los artistas -improvisados e imprácticos sucedáneos de los promotores por vocación y en ejercicio- en lugar de proporcionarles los medios para que desempeñen sus tareas lo más lejos posible de la contaminación burocrática.

Así las cosas, los sudcalifornianos seguimos en espera de los frutos que se deriven de una auténtica promoción cultural, que al principio de este escrito llamé ingrata; debí haber dicho ingratísima, porque, finalmente, el promotor de los servicios a la cultura es un mal necesario, necesarísimo.

Pero las satisfacciones, ¿quién se las quita?

La promoción (pro-moción: acción y efecto de mover a favor de algo) cultural es una cuestión de entusiasmo, antes y más que de disponibilidades económicas.

Cuando alguien acepta el ingrato papel de promotor cultural (y en el ámbito de los servicios al desarrollo de la cultura todos lo son, desde el director hasta el empleado de salario ínfimo), sabe de antemano que su labor ocupa el último lugar en el interés de los que deciden el destino de los presupuestos.

Debe saber también que, por consecuencia, en el caso frecuente de reducción de los recursos, el área de servicios culturales será siempre la primera y mayormente afectada.

Que su trabajo de apoyo al talento artístico será despreciado y considerado de importancia menor por quienes ejercen el poder (del signo político que fuere), y que la tarea que lleva a cabo, de estímulo a los que enriquecen a la sociedad con su inteligencia, será vista con desconfianza y hasta con temor por aquellos mismos.

Precisamente por eso la promoción cultural ha de ser un cotidiano empeño de gestión, de procuración, de provocación, más allá de la simple aplicación de lo que, a regañadientes, aporta para ello el erario.

Limitarse a ordenar lo que ha de ser hecho con el poco dinero previsto en las partidas, de ningún modo es hacer promoción cultural.

Mas dejemos antes un asunto en claro: la cultura se promueve a sí misma, con apoyo del gobierno o sin él; dichoso estaría el desarrollo cultural de una comunidad si dependiera de la voluntad política y las ganas de los responsables de alentarlo.

De manera que el verdadero promotor de los servicios culturales tendrá que dejar la poltrona y salir a la calle a buscar con qué facilitar el trabajo de los creadores de los productos culturales, a pelearse con los funcionarios y tesoreros para que logren entender que la administración pública no puede, no debe desatenderse de su obligación de respaldar los quehaceres en la cultura.

Esto es lo que ha de promover. No la cultura, porque el Estado carece de atribuciones para ser generador de materia tan significativa; estará bien, entonces, que el gobierno deje de andar haciendo como que “hace” cultura. Cuando ello ocurre, usurpa actividades que no le compete realizar, y desperdicia fondos que son mejor empleados cuando se ponen en manos de los artistas, escritores y académicos para efectuar con desahogo sus importantes trabajos.

El promotor de cultura tiene como exigencia primordial la de reconocer que ésta debe producirse en una dimensión de libertad plena; sólo así será posible, válida y legítima. Lo anterior significa que deberá contribuir a que este requerimiento sea satisfecho sin restricciones ni ambigüedades, y rechazar, en punto tan sensible, cualquier forma de dirigismo o simple injerencia estatal. Nada, pues, de “manejar” la cultura; primero, porque es inmanejable y, segundo, porque malamente se le equipararía con una bicicleta.

El Instituto Sudcaliforniano de Cultura se fundó por ley publicada el 10 de mayo de 1994 en el “Boletín oficial” del gobierno local, con objeto de “auspiciar, promover y difundir la actividad cultural... y propiciar y alentar la participación de los habitantes del estado en estas actividades.”

Su patrimonio lo constituyen las aportaciones en efectivo y en especie que le otorguen las tres instancias de gobierno, pero también (y esto debería ser en mayor cuantía) los subsidios, participaciones, donaciones, legados y bienes en especie o en metálico que reciba de personas físicas o morales del sector social y privado, así como rendimientos, recuperaciones, bienes, derechos y demás ingresos que por sí mismo genere.

Ahora preguntémonos: ¿Dónde están los recursos del ISC provenientes de otros orígenes aparte de los gubernamentales, que le darían amplitud de maniobra e, idealmente, cierta autonomía en su carácter de organismo descentralizado?

¿Dónde está su Consejo Directivo (presidido por el gobernador de la entidad), que entre otras 15 facultades y obligaciones tiene la de evaluar semestralmente las actividades del instituto? ¿Dónde su Consejo Consultivo para apoyarlo con recomendaciones y opiniones? ¿Dónde su patronato, órgano auxiliar del ISC para la conservación y fomento del patrimonio institucional?

Todo parece indicar que, hasta hoy, el ISC ha continuado siendo una dependencia más, al nivel y con todas las desventajas financieras de una dirección, que se ha limitado a derivar ocasionalmente a la comunidad lo que buenamente le va llegando, pero que se ha negado (por pereza, indiferencia, falta de imaginación o vaya usted a saber por qué) a ejercer la auténtica promoción cultural, su encargo sustantivo.

Para estar a la altura de las expectativas que inspiró desde su creación, o sea librar, con sus aliados naturales los artistas e intelectuales, una afanosa batalla contra el desdén, la incomprensión, el menosprecio; una búsqueda incansable y comprometida en beneficio de la preservación y el crecimiento culturales de Baja California Sur.

Y resulta que ahora, por ausencia del dinero y el cuidado que son indispensables, los espacios para la creación y el disfrute de cultura se hallan (con la sola y reciente excepción del Teatro de la Ciudad de La Paz) en progresivo deterioro, ayunos de atención y mantenimiento adecuado.

Que la capital es sólo una parte del estado, aunque sea la de mayor concentración demográfica.

A cambio se advierten empeños de poner en el escritorio a los artistas -improvisados e imprácticos sucedáneos de los promotores por vocación y en ejercicio- en lugar de proporcionarles los medios para que desempeñen sus tareas lo más lejos posible de la contaminación burocrática.

Así las cosas, los sudcalifornianos seguimos en espera de los frutos que se deriven de una auténtica promoción cultural, que al principio de este escrito llamé ingrata; debí haber dicho ingratísima, porque, finalmente, el promotor de los servicios a la cultura es un mal necesario, necesarísimo.

Pero las satisfacciones, ¿quién se las quita?