/ martes 7 de septiembre de 2021

No hay ciudad/ que muera

Cuando nació esta columna, dije que escribiría, principalmente, sobre la ciudad. No de una en particular, sino de toda aquella sobre la cual, mi libre albedrío considerara que vale la pena escribir, aunque puede que, de todas, valga la pena escribir.

Esta columna pues, es antidemocrática por excelencia y selectiva por convicción. Es decir, si Luis XIV salió con que “El Estado soy yo” le atribuyen esa frase sus adversarios, por qué no habría de advertir este escribano que " Mi columna soy yo". Es decir, si el llamado Rey Sol acuñó la expresión francesa L'État, c'est moi, no veo impedimento alguno para que yo, choyeramente, les deje claro que, en este espacio, nomás mis chicarrones truenan.

También dije que escribiría sobre sus personajes, esos que la conforman y que son su distintivo.

Que son cicatrices inconfundibles, su fe de bautizo, su herida o su gozo, su media filiación, su retrato hablado, pero sobre todo su historia cuya biografía la hacen diferente a cualquier otra.

Luego entonces, si prometí hablar de la ciudad no es que lo tuviera que hacer sobre una en concreto, por más que en muchos de los casos, algunas ciudades o a lo mejor todas, se parecen entre sí, en cuanto a su infraestructura, su estilo geográfico, su aire de pertenecer a tal o cual punto cardinal.

Mi estimado Pepe Ortega y Gasset, decía que la “Ciudad es ante todo plaza, ágora, discusión, elocuencia. De hecho, no necesita tener casas, la ciudad; las fachadas bastan. Las ciudades clásicas están basadas en un instinto opuesto al doméstico. La gente construye la casa para vivir en ella y la gente funda la ciudad para salir de la casa y encontrarse con otros que también han salido de la suya.”

En cambio, don Rafa Alberti, consideraba que "la ciudad es como una casa grande.”

Lo anterior ya me puso en aprietos, pues yo no quisiera quedar mal con ninguno de los dos. Mi madre siempre me dijo que debería respetar a los mayores y tratándose de estos dos personajes, cuantimás.

Esto último no me lo dijo ella, pero ambos, en su respectivo oficio son de respeto y ni a quien irle a la hora de tasar a favor de uno o de otro la validez de su obra o pensamiento, por lo que mejor opto por declararlos empatados y considerar tales definiciones como no excluyentes entre sí.

En cambio, otro filósofo y poeta, tanatólogo y sociólogo desempleado pero este de Guanajuato, juraba que “las distancias apartan las ciudades (y) las ciudades destruyen las costumbres…” lo cual, ahorita, no pienso rebatirlo, por el contrario, se trata de sumar apreciaciones no para definir a la ciudad sino para entenderla y de paso entender que cada uno de nosotros llevamos consigo a nuestra propia ciudad. ¿Cuál? Sepa la bola. Ya cada quien lo dirá.

Por eso, en aquella ocasión que los editores de este diario me dieron la oportunidad de tener este espacio, el suscrito amenazaba con divagar sobre la ciudad . Esta y cualquier que lo sea, afirmaba. De la ciudad y a sus personajes, más bien. Si quería resumir un tema específico, ese sería.

También mi idea era escribir sobre sus adentros y lo que a diario nos cuentan, ya sea porque la historia está ahí, a la intemperie, o porque hay que armarla a modo de rompecabezas retomando piezas de aquí y de ahí, de esto y de lo otro, hasta que finalmente sea cuerpo, palabra, recuerdo, presente, trascendencia o exhumación que alguien sepultó sin percatarse que aún guardaba mucha vida.

Lo que no saben es que no hay ciudad que muera si en sus habitantes está la decisión.

Desde los primeros auxilios, hasta la resucitación, cada uno y cada cual, suman emoción y fuerza, voz y palabra, ruido y silencio, olor, luz y obscuridad que de un de repente son mañanas y en otro momento se vuelven plaza, catedral, abarrote en una esquina, tendero, avenida principal, ecos de ladridos allá lejos, y calles de eterno polvo.

Locos, viandantes sin rumbo fijo, cerros pelones y de pronto verdes por doquier. Un panteón en las orillas y tres cantinas de nombre irrepetible amamantando a vitalicios parroquianos.

Un camellón lleno de hojarasca, unos pájaros que trinan irrumpiendo el amasiato de esos árboles y callejones con paredes viejas por donde andan espichados los gatos en la noche.

Parafraseando a Octavio Paz, estamos en la ciudad, no podemos salir de ella sin caer en otra, idéntica aunque sea distinta.

Es de esta gran ciudad de todos, sobre la que dije alguna vez que escribiría. Para nombrarla con todos sus nombres. Y reahacerla.

Cuando nació esta columna, dije que escribiría, principalmente, sobre la ciudad. No de una en particular, sino de toda aquella sobre la cual, mi libre albedrío considerara que vale la pena escribir, aunque puede que, de todas, valga la pena escribir.

Esta columna pues, es antidemocrática por excelencia y selectiva por convicción. Es decir, si Luis XIV salió con que “El Estado soy yo” le atribuyen esa frase sus adversarios, por qué no habría de advertir este escribano que " Mi columna soy yo". Es decir, si el llamado Rey Sol acuñó la expresión francesa L'État, c'est moi, no veo impedimento alguno para que yo, choyeramente, les deje claro que, en este espacio, nomás mis chicarrones truenan.

También dije que escribiría sobre sus personajes, esos que la conforman y que son su distintivo.

Que son cicatrices inconfundibles, su fe de bautizo, su herida o su gozo, su media filiación, su retrato hablado, pero sobre todo su historia cuya biografía la hacen diferente a cualquier otra.

Luego entonces, si prometí hablar de la ciudad no es que lo tuviera que hacer sobre una en concreto, por más que en muchos de los casos, algunas ciudades o a lo mejor todas, se parecen entre sí, en cuanto a su infraestructura, su estilo geográfico, su aire de pertenecer a tal o cual punto cardinal.

Mi estimado Pepe Ortega y Gasset, decía que la “Ciudad es ante todo plaza, ágora, discusión, elocuencia. De hecho, no necesita tener casas, la ciudad; las fachadas bastan. Las ciudades clásicas están basadas en un instinto opuesto al doméstico. La gente construye la casa para vivir en ella y la gente funda la ciudad para salir de la casa y encontrarse con otros que también han salido de la suya.”

En cambio, don Rafa Alberti, consideraba que "la ciudad es como una casa grande.”

Lo anterior ya me puso en aprietos, pues yo no quisiera quedar mal con ninguno de los dos. Mi madre siempre me dijo que debería respetar a los mayores y tratándose de estos dos personajes, cuantimás.

Esto último no me lo dijo ella, pero ambos, en su respectivo oficio son de respeto y ni a quien irle a la hora de tasar a favor de uno o de otro la validez de su obra o pensamiento, por lo que mejor opto por declararlos empatados y considerar tales definiciones como no excluyentes entre sí.

En cambio, otro filósofo y poeta, tanatólogo y sociólogo desempleado pero este de Guanajuato, juraba que “las distancias apartan las ciudades (y) las ciudades destruyen las costumbres…” lo cual, ahorita, no pienso rebatirlo, por el contrario, se trata de sumar apreciaciones no para definir a la ciudad sino para entenderla y de paso entender que cada uno de nosotros llevamos consigo a nuestra propia ciudad. ¿Cuál? Sepa la bola. Ya cada quien lo dirá.

Por eso, en aquella ocasión que los editores de este diario me dieron la oportunidad de tener este espacio, el suscrito amenazaba con divagar sobre la ciudad . Esta y cualquier que lo sea, afirmaba. De la ciudad y a sus personajes, más bien. Si quería resumir un tema específico, ese sería.

También mi idea era escribir sobre sus adentros y lo que a diario nos cuentan, ya sea porque la historia está ahí, a la intemperie, o porque hay que armarla a modo de rompecabezas retomando piezas de aquí y de ahí, de esto y de lo otro, hasta que finalmente sea cuerpo, palabra, recuerdo, presente, trascendencia o exhumación que alguien sepultó sin percatarse que aún guardaba mucha vida.

Lo que no saben es que no hay ciudad que muera si en sus habitantes está la decisión.

Desde los primeros auxilios, hasta la resucitación, cada uno y cada cual, suman emoción y fuerza, voz y palabra, ruido y silencio, olor, luz y obscuridad que de un de repente son mañanas y en otro momento se vuelven plaza, catedral, abarrote en una esquina, tendero, avenida principal, ecos de ladridos allá lejos, y calles de eterno polvo.

Locos, viandantes sin rumbo fijo, cerros pelones y de pronto verdes por doquier. Un panteón en las orillas y tres cantinas de nombre irrepetible amamantando a vitalicios parroquianos.

Un camellón lleno de hojarasca, unos pájaros que trinan irrumpiendo el amasiato de esos árboles y callejones con paredes viejas por donde andan espichados los gatos en la noche.

Parafraseando a Octavio Paz, estamos en la ciudad, no podemos salir de ella sin caer en otra, idéntica aunque sea distinta.

Es de esta gran ciudad de todos, sobre la que dije alguna vez que escribiría. Para nombrarla con todos sus nombres. Y reahacerla.