/ martes 23 de marzo de 2021

Las Californias en la Nueva historia mínima de México

La Nueva historia mínima de México fue editada por El Colegio de México la primera vez en 2004; en octubre de 2008 apareció la edición ilustrada y hasta 2015 llevaba ya doce reimpresiones.

Como siempre hago, busqué en su índice onomástico y toponímico (de nombres y lugares), lo relativo a Baja California Sur: resultó que el nombre de esta entidad federativa se halla ausente y sólo aparece el de “Baja California, estado de.”

Hay ocho referencias. La primera está en la página 21, donde el coautor Pablo Escalante Gonzalbo advierte: “Nuestra predilección por la gran Tenochtitlan como sitio de referencia de la nacionalidad, nuestra familiaridad con Moctezuma Ilhuicamina y con Nezahualcóyotl no deben hacernos olvidar que otros antepasados nuestros vivían en rancherías de las montañas de Chihuahua, cerca de lobos y osos, y otros caminaban desnudos por las ásperas tierras de Baja California, mirando casi siempre la línea del mar…”

Es preciso subrayar que, por los tiempos a que se alude, el concepto de Baja California era inexistente, y toda la península noroccidental de Nueva España, así como su extensión continental, desde la estada de Hernán Cortés en 1535 en lo que hoy es La Paz, hasta la llegada del visitador Joseph de Gálvez y los franciscanos presididos por Junípero Serra en 1769, sólo fueron conocidos en mapas y manuscritos como “las Californias”. Por supuesto, el actual estado de Baja California estaba en esos tiempos lejos de adquirir realidad histórica.

La segunda se encuentra en la página 175, donde don Bernardo García Martínez afirma, respecto a la posesión de la Luisiana por Francia, que “España pudo compensar este golpe con la ocupación de Baja California, promovida por los jesuitas a partir de 1697 con el exclusivo fin de extender sus misiones, empresa en la que obtuvieron magros resultados…” Habría que aclarar al señor García que a) los jesuitas jamás ocuparon Baja California en 1697, sino California, cuyo primer asentamiento fue establecido en Loreto, del actual estado de Baja California Sur; b) esa ocupación tenía varios otros fines, a más de extender sus misiones; y c) fueron mucho más que “magros” los resultados que produjo la colonización jesuítica en California durante 70 años, varios de los cuales perviven y crecen hasta nuestros días.

La tercera puede hallarse en la página 294, donde Josefina Zoraida Vázquez, hablando de los tratados en que tuvimos la pérdida de territorio nacional a consecuencia de la guerra de los EUA contra nuestro país, dice que los comisionados mexicanos “lograron salvar Baja California y Tehuantepec…” Debe aclararse que, en todo caso, lograron salvar “la península de” Baja California. Aquí es insuficiente que se diga Baja California con la idea de abarcar todo el territorio peninsular, en vista de que en el índice toponímico sólo aparece el estado de Baja California, y ello se presta a confusión.

La cuarta aparece tres páginas más adelante, donde la misma historiadora sostiene que “Santa Anna tuvo que enfrentar de nuevo el expansionismo norteamericano, insatisfecho a pesar de haberse engullido la mitad del territorio mexicano y que presionaba para hacerse del istmo de Tehuantepec, la Baja California y, de ser posible, los estados norteños…” Es el mismo caso anterior, ya que la escritora parece olvidar que la península californiana está dividida en dos entidades federativas.

Una quinta se encuentra en las páginas 473-474: Luis Aboites Aguilar habla del gobierno de Lázaro Cárdenas y apunta que “El reparto de tierras se aceleró de manera notable y alcanzó áreas de alta productividad como La Laguna, en Durango y Coahuila; el valle del Yaqui, al sur de Sonora; el valle de Mexicali, en Baja California…” El historiador debió decir “en el actual estado de Baja California”, ya que por entonces esa entidad era el Territorio de Baja California Norte.

Entonces y en resumen resulta que, para nuestros historiadores*, la porción sureña de la península de California, la primera California de todas, origen de la civilización en las Californias, carece de significación en la historia patria, y todo lo que es digno de ser contado, enseñado y aprendido por los mexicanos, es atribuible sólo al estado de Baja California, que posee esta calidad política apenas desde 1952.

Por otra parte, en relación a los empeños expansionistas norteamericanos para zamparse a la Alta o Nueva California -su denominación oficial antes de 1848 en que se produjo la pérdida-, la misma Josefina Zoraida Vázquez alude en tres ocasiones (páginas 164 y 165) a esa posesión mexicana simplemente como California, sin el adjetivo como se la conoce a partir de su anexión a los EUA.

Todo lo cual deviene errónea e injusta apreciación tal vez imputable más a la limitada información que a la mala fe, parece…

* Tres más integran el elenco autoral: Elisa Speckman Guerra, Javier Garciadiego y Luis Jáuregui (en orden alfabético de nombres).

La Nueva historia mínima de México fue editada por El Colegio de México la primera vez en 2004; en octubre de 2008 apareció la edición ilustrada y hasta 2015 llevaba ya doce reimpresiones.

Como siempre hago, busqué en su índice onomástico y toponímico (de nombres y lugares), lo relativo a Baja California Sur: resultó que el nombre de esta entidad federativa se halla ausente y sólo aparece el de “Baja California, estado de.”

Hay ocho referencias. La primera está en la página 21, donde el coautor Pablo Escalante Gonzalbo advierte: “Nuestra predilección por la gran Tenochtitlan como sitio de referencia de la nacionalidad, nuestra familiaridad con Moctezuma Ilhuicamina y con Nezahualcóyotl no deben hacernos olvidar que otros antepasados nuestros vivían en rancherías de las montañas de Chihuahua, cerca de lobos y osos, y otros caminaban desnudos por las ásperas tierras de Baja California, mirando casi siempre la línea del mar…”

Es preciso subrayar que, por los tiempos a que se alude, el concepto de Baja California era inexistente, y toda la península noroccidental de Nueva España, así como su extensión continental, desde la estada de Hernán Cortés en 1535 en lo que hoy es La Paz, hasta la llegada del visitador Joseph de Gálvez y los franciscanos presididos por Junípero Serra en 1769, sólo fueron conocidos en mapas y manuscritos como “las Californias”. Por supuesto, el actual estado de Baja California estaba en esos tiempos lejos de adquirir realidad histórica.

La segunda se encuentra en la página 175, donde don Bernardo García Martínez afirma, respecto a la posesión de la Luisiana por Francia, que “España pudo compensar este golpe con la ocupación de Baja California, promovida por los jesuitas a partir de 1697 con el exclusivo fin de extender sus misiones, empresa en la que obtuvieron magros resultados…” Habría que aclarar al señor García que a) los jesuitas jamás ocuparon Baja California en 1697, sino California, cuyo primer asentamiento fue establecido en Loreto, del actual estado de Baja California Sur; b) esa ocupación tenía varios otros fines, a más de extender sus misiones; y c) fueron mucho más que “magros” los resultados que produjo la colonización jesuítica en California durante 70 años, varios de los cuales perviven y crecen hasta nuestros días.

La tercera puede hallarse en la página 294, donde Josefina Zoraida Vázquez, hablando de los tratados en que tuvimos la pérdida de territorio nacional a consecuencia de la guerra de los EUA contra nuestro país, dice que los comisionados mexicanos “lograron salvar Baja California y Tehuantepec…” Debe aclararse que, en todo caso, lograron salvar “la península de” Baja California. Aquí es insuficiente que se diga Baja California con la idea de abarcar todo el territorio peninsular, en vista de que en el índice toponímico sólo aparece el estado de Baja California, y ello se presta a confusión.

La cuarta aparece tres páginas más adelante, donde la misma historiadora sostiene que “Santa Anna tuvo que enfrentar de nuevo el expansionismo norteamericano, insatisfecho a pesar de haberse engullido la mitad del territorio mexicano y que presionaba para hacerse del istmo de Tehuantepec, la Baja California y, de ser posible, los estados norteños…” Es el mismo caso anterior, ya que la escritora parece olvidar que la península californiana está dividida en dos entidades federativas.

Una quinta se encuentra en las páginas 473-474: Luis Aboites Aguilar habla del gobierno de Lázaro Cárdenas y apunta que “El reparto de tierras se aceleró de manera notable y alcanzó áreas de alta productividad como La Laguna, en Durango y Coahuila; el valle del Yaqui, al sur de Sonora; el valle de Mexicali, en Baja California…” El historiador debió decir “en el actual estado de Baja California”, ya que por entonces esa entidad era el Territorio de Baja California Norte.

Entonces y en resumen resulta que, para nuestros historiadores*, la porción sureña de la península de California, la primera California de todas, origen de la civilización en las Californias, carece de significación en la historia patria, y todo lo que es digno de ser contado, enseñado y aprendido por los mexicanos, es atribuible sólo al estado de Baja California, que posee esta calidad política apenas desde 1952.

Por otra parte, en relación a los empeños expansionistas norteamericanos para zamparse a la Alta o Nueva California -su denominación oficial antes de 1848 en que se produjo la pérdida-, la misma Josefina Zoraida Vázquez alude en tres ocasiones (páginas 164 y 165) a esa posesión mexicana simplemente como California, sin el adjetivo como se la conoce a partir de su anexión a los EUA.

Todo lo cual deviene errónea e injusta apreciación tal vez imputable más a la limitada información que a la mala fe, parece…

* Tres más integran el elenco autoral: Elisa Speckman Guerra, Javier Garciadiego y Luis Jáuregui (en orden alfabético de nombres).