/ domingo 29 de mayo de 2022

Etnias originarias de California Sur

Si hemos de creer la aseveración de don Pablo L. Martínez, sostenida en libros, documentos y entrevistas, “los tres grupos que habitaban originalmente la [península de] Baja California pertenecen casi por completo al dominio de la historia. Fuera de pequeños restos que subsisten de los cochimíes en la parte septentrional, de los otros no se encuentra un solo ejemplar en todo el país…” (Historia de Baja California, 1956.)

Miguel León-Portilla, por su parte, explica al respecto que los nativos californios “que en el siglo XVIII fueron objeto de la acción de los jesuitas, habrían de extinguirse bien pronto como consecuencia de repetidas epidemias y probablemente también de los radicales cambios impuestos a sus maneras tradicionales de vida y de adaptación al medio… Trágico fue en verdad el proceso paulatino de la desaparición del indio en Sudcalifornia…” (La California mexicana, 1995.)

Consideraciones similares pueden hallarse en Baja California ilustrada, de J. R. Southworth (1989); Los últimos californios, de Harry Crosby (1992); Una expedición a la nación guaycura en las Californias, de James Arraj (2014), y varios textos más.

A pesar de ello, y debido quizás a la falta de lecturas en tal sentido, o con algún otro propósito, últimamente han aparecido personas y grupos de ellas que pretenden llenar el vacío dejado por las etnias autóctonas y asumir el lugar de éstas en los espacios oficiales, reclamando posiciones políticas que resultan desproporcionadas. Que esto tenga connotaciones ocultas, como la partidaria y electorera, es asunto que podrán dilucidar las instancias correspondientes.

Lo cierto es que se ha presionado en los niveles estatal y municipal de Baja California Sur para que sean establecidas estructuras administrativas específicas para los colectivos originarios, sí, pero que lo son de los Estados de los que provienen.

En los poderes ejecutivo y legislativo de esta mitad peninsular, y en el ayuntamiento de Los Cabos, por ejemplos, ya lograron que se crearan los institutos correspondientes para la defensa de los intereses de comunidades humanas de afinidad etnológica, lingüística y cultural que genéricamente se autodefinen como “originarias”.

En esta California se frustró el empeño cortesiano de inducir el mestizaje, como sí prosperó, para bien o para mal, en el continente mexicano. Aquí jamás se dieron sistemas como la esclavitud, la encomienda y el repartimiento, que tanto menguaron y afectan la autoestima de sus vecinos mesoamericanos hasta el tiempo presente.

En California del sur, las comunidades originarias estaban extintas ya en los albores del siglo XIX, por diversas razones explicadas en buena cantidad de estudios, y su ausencia fue siendo paulatinamente cubierta por nuevas generaciones de californios, descendientes y herederos de los posesionarios de las tierras ex misionales que convirtieron en ranchos donde aún se conservan formas de producción, lenguaje, cultura, costumbres y tradiciones de oriundez incuestionable, a pesar de la indiferencia y el abandono que han debido enfrentar por parte de los gobiernos federal y locales, debido a que sus cifras poblacionales, problemas políticos y significación económica “no pintan”, como se da en repetir desde las esferas de poder en el centro del país.

Más que “el otro México”, como la llamó Fernando Jordán, puede hablarse de la California primigenia, que se formó en la soledad, la incomunicación y la autosuficiencia, que sobrevivió y sobrevive pese a todo.

Los californios originarios se fueron para siempre desde hace dos siglos; son los que están, nativos y avecindados, sin distingos, quienes merecen la atención y el cuidado de sus gobiernos. Porque sería el cuento de nunca acabar pretender integrar institutos para la protección de los sudcalifornianos, nativos o con arraigo, de las diversas procedencias que han integrado su sociedad actual.

Es evidente el propósito de quienes pretenden que se les considere descendientes de pericúes, guaycuras o cochimíes de California Sur. En tales casos, son sus gestores quienes deberán satisfacer algunas de las pruebas genéticas que la ciencia dispone para el efecto.

Tratándose de supuestos cochimíes del Estado de Baja California, es al gobierno de aquella entidad al que deben dirigir sus aspiraciones, cualesquiera que éstas sean.

Colocarse algunas plumas en el cabello, danzar en la plaza pública o emitir determinado saludo en “la lengua” son elementos insuficientes para certificar cualquier ascendencia “originaria”. El asunto es más serio y las autoridades, estatales y municipales, están en obligación de superar su ignorancia e informarse o asesorarse suficientemente antes de ceder y dejarse embaucar por “indígenas” o “tribus” de indefendible pertenencia local.

Si hemos de creer la aseveración de don Pablo L. Martínez, sostenida en libros, documentos y entrevistas, “los tres grupos que habitaban originalmente la [península de] Baja California pertenecen casi por completo al dominio de la historia. Fuera de pequeños restos que subsisten de los cochimíes en la parte septentrional, de los otros no se encuentra un solo ejemplar en todo el país…” (Historia de Baja California, 1956.)

Miguel León-Portilla, por su parte, explica al respecto que los nativos californios “que en el siglo XVIII fueron objeto de la acción de los jesuitas, habrían de extinguirse bien pronto como consecuencia de repetidas epidemias y probablemente también de los radicales cambios impuestos a sus maneras tradicionales de vida y de adaptación al medio… Trágico fue en verdad el proceso paulatino de la desaparición del indio en Sudcalifornia…” (La California mexicana, 1995.)

Consideraciones similares pueden hallarse en Baja California ilustrada, de J. R. Southworth (1989); Los últimos californios, de Harry Crosby (1992); Una expedición a la nación guaycura en las Californias, de James Arraj (2014), y varios textos más.

A pesar de ello, y debido quizás a la falta de lecturas en tal sentido, o con algún otro propósito, últimamente han aparecido personas y grupos de ellas que pretenden llenar el vacío dejado por las etnias autóctonas y asumir el lugar de éstas en los espacios oficiales, reclamando posiciones políticas que resultan desproporcionadas. Que esto tenga connotaciones ocultas, como la partidaria y electorera, es asunto que podrán dilucidar las instancias correspondientes.

Lo cierto es que se ha presionado en los niveles estatal y municipal de Baja California Sur para que sean establecidas estructuras administrativas específicas para los colectivos originarios, sí, pero que lo son de los Estados de los que provienen.

En los poderes ejecutivo y legislativo de esta mitad peninsular, y en el ayuntamiento de Los Cabos, por ejemplos, ya lograron que se crearan los institutos correspondientes para la defensa de los intereses de comunidades humanas de afinidad etnológica, lingüística y cultural que genéricamente se autodefinen como “originarias”.

En esta California se frustró el empeño cortesiano de inducir el mestizaje, como sí prosperó, para bien o para mal, en el continente mexicano. Aquí jamás se dieron sistemas como la esclavitud, la encomienda y el repartimiento, que tanto menguaron y afectan la autoestima de sus vecinos mesoamericanos hasta el tiempo presente.

En California del sur, las comunidades originarias estaban extintas ya en los albores del siglo XIX, por diversas razones explicadas en buena cantidad de estudios, y su ausencia fue siendo paulatinamente cubierta por nuevas generaciones de californios, descendientes y herederos de los posesionarios de las tierras ex misionales que convirtieron en ranchos donde aún se conservan formas de producción, lenguaje, cultura, costumbres y tradiciones de oriundez incuestionable, a pesar de la indiferencia y el abandono que han debido enfrentar por parte de los gobiernos federal y locales, debido a que sus cifras poblacionales, problemas políticos y significación económica “no pintan”, como se da en repetir desde las esferas de poder en el centro del país.

Más que “el otro México”, como la llamó Fernando Jordán, puede hablarse de la California primigenia, que se formó en la soledad, la incomunicación y la autosuficiencia, que sobrevivió y sobrevive pese a todo.

Los californios originarios se fueron para siempre desde hace dos siglos; son los que están, nativos y avecindados, sin distingos, quienes merecen la atención y el cuidado de sus gobiernos. Porque sería el cuento de nunca acabar pretender integrar institutos para la protección de los sudcalifornianos, nativos o con arraigo, de las diversas procedencias que han integrado su sociedad actual.

Es evidente el propósito de quienes pretenden que se les considere descendientes de pericúes, guaycuras o cochimíes de California Sur. En tales casos, son sus gestores quienes deberán satisfacer algunas de las pruebas genéticas que la ciencia dispone para el efecto.

Tratándose de supuestos cochimíes del Estado de Baja California, es al gobierno de aquella entidad al que deben dirigir sus aspiraciones, cualesquiera que éstas sean.

Colocarse algunas plumas en el cabello, danzar en la plaza pública o emitir determinado saludo en “la lengua” son elementos insuficientes para certificar cualquier ascendencia “originaria”. El asunto es más serio y las autoridades, estatales y municipales, están en obligación de superar su ignorancia e informarse o asesorarse suficientemente antes de ceder y dejarse embaucar por “indígenas” o “tribus” de indefendible pertenencia local.