/ miércoles 15 de abril de 2020

El mundo sin nosotros

El día más feliz de la vida de Robinson Crusoe fue cuando hizo un hallazgo: una huella en la playa.

Renació en él una ilusión y una esperanza: encontrar a otro.

Nadie es humano solo. Nos hacemos humanos los unos a los otros, nos recuerda Savater. Es cierto. Del otro aprendemos, abrevamos afecto, rencor; nos enamoramos, nos decepcionamos.

Otra persona nos hace persona.

En estos días difíciles es buen momento para escarbar en lo que nos hemos convertido.

El mundo se detuvo. Frenó su estrépito. Calló el ruido. El planeta finalmente desfalleció.

¿Qué queda?

En la ausencia habría que aquilatar el valor del contacto, de la comunidad. La tecnología, que debía acercarnos, nos alejó: en comidas con personas viendo sus celulares. En no conversar por chatear. En convertirnos en paparazzis de nosotros mismos para publicar nuestra vida íntima y claudicar a la privacidad.

Un mensaje escrito no suple el calor de una plática. Un chat no supera la alegría de estar con el amigo. Un video remoto no sustituye al calor de tomar una mano.

Se olvidó que la tecnología es un instrumento, no un sustituto, de la humanidad.

Recuperar el profundo significado de lo humano debería ser la motivación para sobrevivir.

El mundo, volcado en la frivolidad y el consumo, fue corroyendo los sentimientos mejores de la humanidad: la fraternidad, la solidaridad, la decencia.

Intangibles valiosos, fueron desplazados por la dictadura banal del objeto. Nos condujo a la formación de guettos de riqueza: la distinción fue sinónimo de aislamiento. Una bolsa, un reloj, un auto de miles o millones. Salarios de locura. Hoteles hechos para estar solos. Todo era mejor mientras menos pudieran poseerlo.

Así se fue dejando a otras a los otros: a millones de personas que no encajaban en ese mundo.

Se les robó su dignidad y su identidad. La convivencia, cemento de la sociedad, era imposible entre el mundo del yate y el de la balsa. Del gourmet y del hambre. De la cuarentena en la casa de playa o en una vecindad.

La muerte sigue desbocada: desde el primer muerto, el virus tardó 82 días para llegar a los 50 mil. Los cien mil se alcanzaron sólo 8 días después.

No podemos vencerlo sin solidaridad. Cada quien se cuida para salvarse, sí, pero también para salvar a los demás. Las mareas de personas violando el distanciamiento retrata no la necesidad económica -que la hay en millones- sino la irresponsabilidad y el egoísmo.

Otro mundo que deberá surgir después: con la empatía en su centro. Con una vocación a la moderación y a la generosidad. Con la distribución masiva de oportunidades y libertades.

Comienza en la escuela y el hogar, pasa por una economía con nuevo sentido ético y por la recuperación masiva de la libertad. Hoy padecemos la dictadura sanitaria: la mitad de la humanidad está en sus casas. No puede salir: por miedo o por decreto.

Deberá surgir una nueva política que sea útil a la gente, que enarbole la decencia y renueve el pacto social para, entre otras cosas, dar a la tecnología un nuevo sentido, con dimensión colectiva y comunitaria.

La vida triunfará, aun si todos nosotros perecemos. Aún sin nosotros, el mundo seguiría, nos alerta Alain Weisman.

La naturaleza se iría apoderando de todo. Los ríos volverían a sus cauces. La hierba consumiría el cemento. Los animales recobrarían el espacio.

Nos iríamos nosotros. La vida, no.

Habríamos sido, al final, pasajeros temporales de un trayecto más amplio y generoso que nosotros: el de la vida.

Ojalá que venga un nuevo renacimiento.

Que cuando esto termine triunfe el abrazo. La amistad. Que el cariño tape el dolor de las pérdidas que todos, sin excepción, tendremos.

Y seamos todos mejores.

@fvazquezrig

El día más feliz de la vida de Robinson Crusoe fue cuando hizo un hallazgo: una huella en la playa.

Renació en él una ilusión y una esperanza: encontrar a otro.

Nadie es humano solo. Nos hacemos humanos los unos a los otros, nos recuerda Savater. Es cierto. Del otro aprendemos, abrevamos afecto, rencor; nos enamoramos, nos decepcionamos.

Otra persona nos hace persona.

En estos días difíciles es buen momento para escarbar en lo que nos hemos convertido.

El mundo se detuvo. Frenó su estrépito. Calló el ruido. El planeta finalmente desfalleció.

¿Qué queda?

En la ausencia habría que aquilatar el valor del contacto, de la comunidad. La tecnología, que debía acercarnos, nos alejó: en comidas con personas viendo sus celulares. En no conversar por chatear. En convertirnos en paparazzis de nosotros mismos para publicar nuestra vida íntima y claudicar a la privacidad.

Un mensaje escrito no suple el calor de una plática. Un chat no supera la alegría de estar con el amigo. Un video remoto no sustituye al calor de tomar una mano.

Se olvidó que la tecnología es un instrumento, no un sustituto, de la humanidad.

Recuperar el profundo significado de lo humano debería ser la motivación para sobrevivir.

El mundo, volcado en la frivolidad y el consumo, fue corroyendo los sentimientos mejores de la humanidad: la fraternidad, la solidaridad, la decencia.

Intangibles valiosos, fueron desplazados por la dictadura banal del objeto. Nos condujo a la formación de guettos de riqueza: la distinción fue sinónimo de aislamiento. Una bolsa, un reloj, un auto de miles o millones. Salarios de locura. Hoteles hechos para estar solos. Todo era mejor mientras menos pudieran poseerlo.

Así se fue dejando a otras a los otros: a millones de personas que no encajaban en ese mundo.

Se les robó su dignidad y su identidad. La convivencia, cemento de la sociedad, era imposible entre el mundo del yate y el de la balsa. Del gourmet y del hambre. De la cuarentena en la casa de playa o en una vecindad.

La muerte sigue desbocada: desde el primer muerto, el virus tardó 82 días para llegar a los 50 mil. Los cien mil se alcanzaron sólo 8 días después.

No podemos vencerlo sin solidaridad. Cada quien se cuida para salvarse, sí, pero también para salvar a los demás. Las mareas de personas violando el distanciamiento retrata no la necesidad económica -que la hay en millones- sino la irresponsabilidad y el egoísmo.

Otro mundo que deberá surgir después: con la empatía en su centro. Con una vocación a la moderación y a la generosidad. Con la distribución masiva de oportunidades y libertades.

Comienza en la escuela y el hogar, pasa por una economía con nuevo sentido ético y por la recuperación masiva de la libertad. Hoy padecemos la dictadura sanitaria: la mitad de la humanidad está en sus casas. No puede salir: por miedo o por decreto.

Deberá surgir una nueva política que sea útil a la gente, que enarbole la decencia y renueve el pacto social para, entre otras cosas, dar a la tecnología un nuevo sentido, con dimensión colectiva y comunitaria.

La vida triunfará, aun si todos nosotros perecemos. Aún sin nosotros, el mundo seguiría, nos alerta Alain Weisman.

La naturaleza se iría apoderando de todo. Los ríos volverían a sus cauces. La hierba consumiría el cemento. Los animales recobrarían el espacio.

Nos iríamos nosotros. La vida, no.

Habríamos sido, al final, pasajeros temporales de un trayecto más amplio y generoso que nosotros: el de la vida.

Ojalá que venga un nuevo renacimiento.

Que cuando esto termine triunfe el abrazo. La amistad. Que el cariño tape el dolor de las pérdidas que todos, sin excepción, tendremos.

Y seamos todos mejores.

@fvazquezrig

ÚLTIMASCOLUMNAS
martes 09 de abril de 2024

Faltas tú

Fernando Vázquez Rigada

lunes 18 de diciembre de 2023

La vida

Fernando Vázquez Rigada

lunes 11 de diciembre de 2023

Solos

Fernando Vázquez Rigada

martes 05 de diciembre de 2023

Sorprendidos

Fernando Vázquez Rigada

lunes 27 de noviembre de 2023

Terremoto silencioso

Terremoto silencioso

Fernando Vázquez Rigada

Cargar Más