/ domingo 3 de enero de 2021

El bolero de Raúl

Desde pequeño, y por motivos de índole estrictamente personal, Raúl determinó hacerse cargo de sus propias finanzas y eligió para ello el oficio de bolero. Lo tomó con tal seriedad y vehemencia que más bien parecía que el oficio lo había elegido a él.

Nos conocimos cuando se despedía ya de su niñez, y este escribidor se hallaba inscrito en la matrícula normalista, a la que por entonces se podía ingresar inmediatamente después de la escuela secundaria.

El chico trabajaba junto con su colega Agustín en la bolería que Ignacio del Río había instalado en el área de lo que la gente conoció desde el gobierno del general Múgica como Los Portales, que el jefe político construyó en copropiedad con el ingeniero Del Río, padre de Nacho.

Fraternizábamos con éste, en torno a su modesta empresa, los miembros del grupo que integraba una parvada de adolescentes y jóvenes atraídos por intereses culturales y gustos literarios aún indefinidos y obviamente disímbolos: Curzio Malaparte, Enrique Jardiel Poncela, Giovanni Papini, Hermann Hesse, José Ingenieros, Oscar Wilde, algunos de los cuales resultaron inexorablemente influyentes en el carácter de parte de nosotros…

Entre éstos Carlos Olachea, Fernando Escopinichi, el propio Ignacio, Juan Ramos, Paco de Anda, Ramón García y algunos pocos más, quienes también nos reuníamos en horarios determinados en la sala Ibó para “hacer” teatro dirigidos por el profesor César Piñeda, a donde también concurrían damitas como Alicia Higuera, Basilisa Cosío y Beatriz Balarezo, y desde algún tiempo antes Alberto Lizardi, Humberto García, Juan Cota, Manuel Ojeda y otros varios.

(Del Río se convirtió más tarde en un reconocido historiador, Escopinichi en una promesa que frustró la muerte en plena maduración literaria, Ojeda en actor laureado, Olachea en acreditado artista plástico, y Ramos en un valioso divulgador de la cultura rural calisureña.)

Con el transcurrir de algunos años tuve el agrado de encontrar de nuevo a Raúl ejerciendo su antigua e insobornable vocación, pero ya en forma independiente, apropiado de una esquina bancaria de la ciudad, con asiento individual y cajón contenedor portátiles.

En este primer reencuentro afloró espontánea e imprescindible la recordación de amigos y simplemente conocidos, anécdotas y circunstancias que nos eran y nos siguen siendo comunes. Ambos mirábamos todo ello desde el sexto nivel en que todo parece verse más claro y afectuoso. Ninguno de los dos conserva memorias amargas que evidentemente hemos ido desechando en el correr de nuestras existencias.

En la propia, Raúl ha asumido un sentido de la vida que se nutre de información adquirida en lecturas, noticias y experiencias. Con tan buen servidor público se puede hablar de muchas cosas mientras ejerce a conciencia su tarea. En esta semana platicamos de lugares que le hubiera gustado visitar y conocer por diversas razones.

Desde luego, omitimos referencias de carácter religioso o político, en algunas de las cuales necesariamente habríamos de diferir. Por eso las exceptuamos y dedicamos la charla sólo a los asuntos gratos para cada quien.

Tampoco hablamos de dolencias corporales y quebrantos espirituales que el tránsito del tiempo va dejando en cada uno, para evitarnos quejas innecesarias e irremediables.

Mientras mis zapatos disfrutaban de la mano experta del ilustre lustrador, que los volvían a su añorada antigua brillantez, gusté de la conversación que me retrotrajo a tiempos de inquietudes, ímpetus y búsquedas que las paupérrimas notas escolares, las insuficiencias económicas y las desilusiones amorosas de ningún modo lograban contener.

Y siempre quedo con la insatisfacción de haber retribuido insuficientemente el brillante servicio que Raúl da con su labor minuciosa a la prestancia de mi calzado.

Ese día de los últimos del año nos despedimos con la certeza de que nos veremos pronto de nuevo en la misma esquina bancaria de la ciudad para disfrutar su trabajo honrado, conversación amena y antigua amistad.

Permanecí ahí en tanto él tomaba el asiento en un brazo y, en el otro, lleno de barnices, cepillos, ceras, franelas, tintes, recuerdos y sueños, el bolero de Raúl.

Desde pequeño, y por motivos de índole estrictamente personal, Raúl determinó hacerse cargo de sus propias finanzas y eligió para ello el oficio de bolero. Lo tomó con tal seriedad y vehemencia que más bien parecía que el oficio lo había elegido a él.

Nos conocimos cuando se despedía ya de su niñez, y este escribidor se hallaba inscrito en la matrícula normalista, a la que por entonces se podía ingresar inmediatamente después de la escuela secundaria.

El chico trabajaba junto con su colega Agustín en la bolería que Ignacio del Río había instalado en el área de lo que la gente conoció desde el gobierno del general Múgica como Los Portales, que el jefe político construyó en copropiedad con el ingeniero Del Río, padre de Nacho.

Fraternizábamos con éste, en torno a su modesta empresa, los miembros del grupo que integraba una parvada de adolescentes y jóvenes atraídos por intereses culturales y gustos literarios aún indefinidos y obviamente disímbolos: Curzio Malaparte, Enrique Jardiel Poncela, Giovanni Papini, Hermann Hesse, José Ingenieros, Oscar Wilde, algunos de los cuales resultaron inexorablemente influyentes en el carácter de parte de nosotros…

Entre éstos Carlos Olachea, Fernando Escopinichi, el propio Ignacio, Juan Ramos, Paco de Anda, Ramón García y algunos pocos más, quienes también nos reuníamos en horarios determinados en la sala Ibó para “hacer” teatro dirigidos por el profesor César Piñeda, a donde también concurrían damitas como Alicia Higuera, Basilisa Cosío y Beatriz Balarezo, y desde algún tiempo antes Alberto Lizardi, Humberto García, Juan Cota, Manuel Ojeda y otros varios.

(Del Río se convirtió más tarde en un reconocido historiador, Escopinichi en una promesa que frustró la muerte en plena maduración literaria, Ojeda en actor laureado, Olachea en acreditado artista plástico, y Ramos en un valioso divulgador de la cultura rural calisureña.)

Con el transcurrir de algunos años tuve el agrado de encontrar de nuevo a Raúl ejerciendo su antigua e insobornable vocación, pero ya en forma independiente, apropiado de una esquina bancaria de la ciudad, con asiento individual y cajón contenedor portátiles.

En este primer reencuentro afloró espontánea e imprescindible la recordación de amigos y simplemente conocidos, anécdotas y circunstancias que nos eran y nos siguen siendo comunes. Ambos mirábamos todo ello desde el sexto nivel en que todo parece verse más claro y afectuoso. Ninguno de los dos conserva memorias amargas que evidentemente hemos ido desechando en el correr de nuestras existencias.

En la propia, Raúl ha asumido un sentido de la vida que se nutre de información adquirida en lecturas, noticias y experiencias. Con tan buen servidor público se puede hablar de muchas cosas mientras ejerce a conciencia su tarea. En esta semana platicamos de lugares que le hubiera gustado visitar y conocer por diversas razones.

Desde luego, omitimos referencias de carácter religioso o político, en algunas de las cuales necesariamente habríamos de diferir. Por eso las exceptuamos y dedicamos la charla sólo a los asuntos gratos para cada quien.

Tampoco hablamos de dolencias corporales y quebrantos espirituales que el tránsito del tiempo va dejando en cada uno, para evitarnos quejas innecesarias e irremediables.

Mientras mis zapatos disfrutaban de la mano experta del ilustre lustrador, que los volvían a su añorada antigua brillantez, gusté de la conversación que me retrotrajo a tiempos de inquietudes, ímpetus y búsquedas que las paupérrimas notas escolares, las insuficiencias económicas y las desilusiones amorosas de ningún modo lograban contener.

Y siempre quedo con la insatisfacción de haber retribuido insuficientemente el brillante servicio que Raúl da con su labor minuciosa a la prestancia de mi calzado.

Ese día de los últimos del año nos despedimos con la certeza de que nos veremos pronto de nuevo en la misma esquina bancaria de la ciudad para disfrutar su trabajo honrado, conversación amena y antigua amistad.

Permanecí ahí en tanto él tomaba el asiento en un brazo y, en el otro, lleno de barnices, cepillos, ceras, franelas, tintes, recuerdos y sueños, el bolero de Raúl.