/ martes 23 de junio de 2020

DE PARENTESCOS Y ERRORES…más estos días

Con esto de la pandemia nos hemos visto obligados a conmemorar, desde casa, todas las efemérides que han ido llegando y como el día del padre no fue la excepción, yo aprovecho y les cuento sobre el mío.

Resulta que mi papá se llamaba Ramón pero por un tiempo yo llegué a pensar que se llamaba “finado”. El primer apellido de mi mamá era Castro pero por un tiempo yo llegué a pensar que se apellidaba “viuda”.

Hoy entiendo que la muerte trae consigo su propia comunidad de sangre, su singular parentesco, su vocabulario aparte. En aquellos años, sin embargo, esta manera de nombrar no pintaba raya con la forma de nombrar la vida. Porque la muerte parecería otro miembro más de la familia.

Poco antes de que yo naciera, la muerte se le metió en la panza a mi mamá y ahí se quedó unos meses hasta no salirse con la suya. Cuando yo nací, la muerte estaba agazapada en la sala de expulsión, dispuesta a triunfar durante esa labor de parto.

La muy desgraciada, se había cebado como lo hace un coyote cuando ya encontró la forma de entrar al gallinero.

Esa vez se tuvo que quedar con las ganas pero a los pocos años volvió.

Fue en marzo, ese mes de contrastes, cuando de nuevo se metió al hospital y ahora si nos venció. Luego de siete intentos fallidos tirando dardos al corazón, en esta ocasión sí fue certera y cargó con él.

Insuficiencia coronaria, la nombraban los especialistas y a mí me parecía el nombre más bonito para una enfermedad. No cualquier papá se moría de eso. Si se habían muerto otros papás de mis amigos pero de puros males ya muy trillados. No de insuficiencia coronaria.

Él partió un mediodía de 1973, justo cuando la ciudad está más viva y más brillante. Era de mediodía y el mensajero tocó a la puerta para dar la noticia: Era Jueves y desde adentro de la casa, yo escuché a dos mujeres que lloraban adentro de ese carro que trajo la noticia y que estaba estacionado a la sombra de dos pinos para llevarlas a donde nadie quisiera ir.

Luego papá volvió pero solo estuvo unas horas más. Ya no traía su insuficiencia coronaria.

Regresó muy elegante, de traje y toda la cosa. Estaba quietecito y así se la pasó en la sala, metido en ese cajón hasta donde todos venían a verlo pero él, acostumbrado a la broma, ni muecas les hacía.

Al día siguiente se lo llevaron y ya no ha vuelto.

Fue entonces cuando el glosario de la familia se amplió. Papá ya no era Ramón, era El finado; Mamá, por su parte, hubo de adaptarse a la nueva composición familiar y varió su nombre: Rufina Castro Viuda de Avilés, se llamaría de ahora en adelante.

Por muchos años, en la conversación con algún pariente, en algún trámite que tuviera que hacer, en el simple recuerdo, al referirse a papá decía “El finado” a secas. Además, si habría que firmar algún papel, ponía como les dije: Rufina Castro Viuda de Avilés. Este nombre, con su letra puesta a mano, lo vi por largo tiempo al reverso de mi boleta de primaria.

Pero uno era niño, no filólogo, ni lingüista. A esa edad la palabra no tiene matices ni fronteras, ni significados mortuorios ni significados vitales. Por eso creí por un tiempo que papá se llamaba “finado” y que mamá se apellidaba “viuda”.
No sé cuándo reparé en mi error. A lo mejor fue el día de ayer, o hace unas horas o una mañana lejana o un jueves a mediodía cuando caminaba a solas hacia no sé dónde y me pegaba en la cara, la luz toda de un sol resplandeciente.

Con esto de la pandemia nos hemos visto obligados a conmemorar, desde casa, todas las efemérides que han ido llegando y como el día del padre no fue la excepción, yo aprovecho y les cuento sobre el mío.

Resulta que mi papá se llamaba Ramón pero por un tiempo yo llegué a pensar que se llamaba “finado”. El primer apellido de mi mamá era Castro pero por un tiempo yo llegué a pensar que se apellidaba “viuda”.

Hoy entiendo que la muerte trae consigo su propia comunidad de sangre, su singular parentesco, su vocabulario aparte. En aquellos años, sin embargo, esta manera de nombrar no pintaba raya con la forma de nombrar la vida. Porque la muerte parecería otro miembro más de la familia.

Poco antes de que yo naciera, la muerte se le metió en la panza a mi mamá y ahí se quedó unos meses hasta no salirse con la suya. Cuando yo nací, la muerte estaba agazapada en la sala de expulsión, dispuesta a triunfar durante esa labor de parto.

La muy desgraciada, se había cebado como lo hace un coyote cuando ya encontró la forma de entrar al gallinero.

Esa vez se tuvo que quedar con las ganas pero a los pocos años volvió.

Fue en marzo, ese mes de contrastes, cuando de nuevo se metió al hospital y ahora si nos venció. Luego de siete intentos fallidos tirando dardos al corazón, en esta ocasión sí fue certera y cargó con él.

Insuficiencia coronaria, la nombraban los especialistas y a mí me parecía el nombre más bonito para una enfermedad. No cualquier papá se moría de eso. Si se habían muerto otros papás de mis amigos pero de puros males ya muy trillados. No de insuficiencia coronaria.

Él partió un mediodía de 1973, justo cuando la ciudad está más viva y más brillante. Era de mediodía y el mensajero tocó a la puerta para dar la noticia: Era Jueves y desde adentro de la casa, yo escuché a dos mujeres que lloraban adentro de ese carro que trajo la noticia y que estaba estacionado a la sombra de dos pinos para llevarlas a donde nadie quisiera ir.

Luego papá volvió pero solo estuvo unas horas más. Ya no traía su insuficiencia coronaria.

Regresó muy elegante, de traje y toda la cosa. Estaba quietecito y así se la pasó en la sala, metido en ese cajón hasta donde todos venían a verlo pero él, acostumbrado a la broma, ni muecas les hacía.

Al día siguiente se lo llevaron y ya no ha vuelto.

Fue entonces cuando el glosario de la familia se amplió. Papá ya no era Ramón, era El finado; Mamá, por su parte, hubo de adaptarse a la nueva composición familiar y varió su nombre: Rufina Castro Viuda de Avilés, se llamaría de ahora en adelante.

Por muchos años, en la conversación con algún pariente, en algún trámite que tuviera que hacer, en el simple recuerdo, al referirse a papá decía “El finado” a secas. Además, si habría que firmar algún papel, ponía como les dije: Rufina Castro Viuda de Avilés. Este nombre, con su letra puesta a mano, lo vi por largo tiempo al reverso de mi boleta de primaria.

Pero uno era niño, no filólogo, ni lingüista. A esa edad la palabra no tiene matices ni fronteras, ni significados mortuorios ni significados vitales. Por eso creí por un tiempo que papá se llamaba “finado” y que mamá se apellidaba “viuda”.
No sé cuándo reparé en mi error. A lo mejor fue el día de ayer, o hace unas horas o una mañana lejana o un jueves a mediodía cuando caminaba a solas hacia no sé dónde y me pegaba en la cara, la luz toda de un sol resplandeciente.