/ domingo 20 de diciembre de 2020

De las penumbras a la luz

El diccionario de la lengua española (dle) define a la corrupción como “práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de las organizaciones, especialmente las públicas, en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores.”

La ONG Transparencia internacional la describe como “el abuso del poder encomendado para beneficio personal.”

Parecería que la corrupción es un invento mexicano, y hasta llegamos a creerlo, pero la historia y la realidad presente nos advierten que estábamos equivocados.

Lo que pasa es que el nuestro fue, desde hace algunos decenios, de los primeros países en sacarla de las penumbras a la luz pública e intentar combatirla.

La citada organización contrató en 2005 a Johann Graf Lambsdorff, de la Universidad de Passau (Alemania), para elaborar el Índice de Percepción de Corrupción (IPC) de expertos y ejecutivos de empresas. En 2019, de un total de 180 países, México mereció el lugar 131, en una escala de mayor a menor IPC, donde el primer lugar lo obtuvieron Nueva Zelanda y Dinamarca, y Somalia el último.

Un caso reciente de gran corrupción es el provocado por el ejecutivo brasileño de la construcción Marcelo Odebrecht en al menos diez países de América Latina. Fue a dar a la cárcel por ello, y para reducir la pena hizo denuncias que han alterado la tranquilidad política en esas naciones.

Últimamente se ha dado a conocer que la empresa europea Vitol sobornó a funcionarios de PEMEX desde hace cinco años hasta el actual. Estamos en espera de saber qué ocurrirá en este sentido, pero por lo pronto la paraestatal petrolera mexicana canceló sus contratos con aquella. \u0009

O sea que la corrupción de ningún modo constituye -contrariamente a lo que se piensa o se ha querido hacer pensar, por conveniencias obvias- patrimonio privado de ninguna patria, doctrina ideológica o religiosa, partido, etnia o clase social.

Es, desafortunadamente, mal endémico de la humanidad en todos sus nombres, formas y expresiones: ofrecimiento y recepción de sobornos, malversación y asignación dolosa de fondos del erario, abusiva alza o malintencionada reducción de precios, escándalos políticos o financieros, fraude electoral, compra de información en medios de comunicación o infiltración de agentes para obtener información y beneficios conexos, tráfico de influencias, financiamiento ilegal a partidos políticos, uso de la fuerza pública en apoyo a dudosas decisiones judiciales, sentencias parcializadas de los jueces, favores indebidos o sueldos exagerados de amistades a pesar de su incapacidad, licitaciones amañadas de obras materiales así como la indebida o sesgada supervisión o calificación de las mismas, compra de artículos de mala calidad y más…

Comúnmente las conocemos con nombres genéricos como cohecho, corruptela, chantaje, mordida, peculado, soborno, etc.

Nada la justifica, desde luego, ni consuela saber que es mal de muchos. Pero conviene dar una revisada, aunque sea somera, al asunto.

Buena cantidad de naciones del planeta descubrió, hace poco tiempo, que entre sus ciudadanos, públicos y privados, la corrupción es ejercicio cotidiano e iniciaron y llevan a cabo procesos contra personas descubiertas en manejos para obtener con premeditación, alevosía y ventaja, utilidades de manera ilegal.

Entre los actuales procesados pueden anotarse Juan Carlos I de España, Sarkozy en Francia, el cardenal Angelo Becciu en el Vaticano, y próximamente Donald Trump en cuanto pierda la inmunidad el 21 de enero que viene.

Así, pues, en tales lugares la corrupción se halla lejos de ser propiamente novedad sino descubrimiento de una práctica cuyo origen se pierde seguramente en la noche de los tiempos y en el pasado de todos los pueblos.

Ningún sistema económico o de gobierno se ha salvado, ninguno hasta hoy, de ese género de contaminación ética que involucra tanto al corrupto o potencialmente corruptible, como al transcurso corruptivo y, obviamente, al corruptor.

Existe por más que los involucrados pretendan atenuar sus faltas con subterfugios, triquiñuelas, distractores y otros datos. En esa cadena, los perseguidores al final son los perseguidos; los carniceros serán las reses, según dicta la experiencia.

Lo cierto es que la corrupción debe ser excluida de la lista de inventos mexicanos, aunque nuestra república cuente -desde ayer, ahora y en el porvenir, qué remedio- con practicantes notables en todos los campos de su existencia.

El diccionario de la lengua española (dle) define a la corrupción como “práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de las organizaciones, especialmente las públicas, en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores.”

La ONG Transparencia internacional la describe como “el abuso del poder encomendado para beneficio personal.”

Parecería que la corrupción es un invento mexicano, y hasta llegamos a creerlo, pero la historia y la realidad presente nos advierten que estábamos equivocados.

Lo que pasa es que el nuestro fue, desde hace algunos decenios, de los primeros países en sacarla de las penumbras a la luz pública e intentar combatirla.

La citada organización contrató en 2005 a Johann Graf Lambsdorff, de la Universidad de Passau (Alemania), para elaborar el Índice de Percepción de Corrupción (IPC) de expertos y ejecutivos de empresas. En 2019, de un total de 180 países, México mereció el lugar 131, en una escala de mayor a menor IPC, donde el primer lugar lo obtuvieron Nueva Zelanda y Dinamarca, y Somalia el último.

Un caso reciente de gran corrupción es el provocado por el ejecutivo brasileño de la construcción Marcelo Odebrecht en al menos diez países de América Latina. Fue a dar a la cárcel por ello, y para reducir la pena hizo denuncias que han alterado la tranquilidad política en esas naciones.

Últimamente se ha dado a conocer que la empresa europea Vitol sobornó a funcionarios de PEMEX desde hace cinco años hasta el actual. Estamos en espera de saber qué ocurrirá en este sentido, pero por lo pronto la paraestatal petrolera mexicana canceló sus contratos con aquella. \u0009

O sea que la corrupción de ningún modo constituye -contrariamente a lo que se piensa o se ha querido hacer pensar, por conveniencias obvias- patrimonio privado de ninguna patria, doctrina ideológica o religiosa, partido, etnia o clase social.

Es, desafortunadamente, mal endémico de la humanidad en todos sus nombres, formas y expresiones: ofrecimiento y recepción de sobornos, malversación y asignación dolosa de fondos del erario, abusiva alza o malintencionada reducción de precios, escándalos políticos o financieros, fraude electoral, compra de información en medios de comunicación o infiltración de agentes para obtener información y beneficios conexos, tráfico de influencias, financiamiento ilegal a partidos políticos, uso de la fuerza pública en apoyo a dudosas decisiones judiciales, sentencias parcializadas de los jueces, favores indebidos o sueldos exagerados de amistades a pesar de su incapacidad, licitaciones amañadas de obras materiales así como la indebida o sesgada supervisión o calificación de las mismas, compra de artículos de mala calidad y más…

Comúnmente las conocemos con nombres genéricos como cohecho, corruptela, chantaje, mordida, peculado, soborno, etc.

Nada la justifica, desde luego, ni consuela saber que es mal de muchos. Pero conviene dar una revisada, aunque sea somera, al asunto.

Buena cantidad de naciones del planeta descubrió, hace poco tiempo, que entre sus ciudadanos, públicos y privados, la corrupción es ejercicio cotidiano e iniciaron y llevan a cabo procesos contra personas descubiertas en manejos para obtener con premeditación, alevosía y ventaja, utilidades de manera ilegal.

Entre los actuales procesados pueden anotarse Juan Carlos I de España, Sarkozy en Francia, el cardenal Angelo Becciu en el Vaticano, y próximamente Donald Trump en cuanto pierda la inmunidad el 21 de enero que viene.

Así, pues, en tales lugares la corrupción se halla lejos de ser propiamente novedad sino descubrimiento de una práctica cuyo origen se pierde seguramente en la noche de los tiempos y en el pasado de todos los pueblos.

Ningún sistema económico o de gobierno se ha salvado, ninguno hasta hoy, de ese género de contaminación ética que involucra tanto al corrupto o potencialmente corruptible, como al transcurso corruptivo y, obviamente, al corruptor.

Existe por más que los involucrados pretendan atenuar sus faltas con subterfugios, triquiñuelas, distractores y otros datos. En esa cadena, los perseguidores al final son los perseguidos; los carniceros serán las reses, según dicta la experiencia.

Lo cierto es que la corrupción debe ser excluida de la lista de inventos mexicanos, aunque nuestra república cuente -desde ayer, ahora y en el porvenir, qué remedio- con practicantes notables en todos los campos de su existencia.