/ domingo 28 de marzo de 2021

De INE y ciudadanía

De la misma forma que una escuela se halla compuesta por todos los actores de la tarea educativa a más del director y los maestros; así como a una iglesia la compone toda la feligresía a más de sus ministros; de idéntico modo que una organización cualquiera está estructurada por todos sus elementos a más de quienes la dirigen, al Instituto Nacional Electoral, el INE, lo formamos todos y cada uno de los ciudadanos que vivimos en este país.

El INE es el organismo en que los ciudadanos de la República nos hemos aglutinado para asegurar el buen desarrollo de las elecciones y designar mediante procesos legítimos a las autoridades federales, de los estados y los municipios.

Todos: mexicanos en edad y condiciones de sufragar, funcionarios de casillas, representantes de partidos y candidatos, delegados distritales, directivos nacionales, inclusive observadores nacionales y de otras varias partes del mundo, en fin, nos constituimos en una enorme maquinaria garante de la validez de la votación en todas las entidades que integran la federación mexicana.

Costó trabajo llegar a la ciudadanización del transcurso eleccionario, pero fue logrado a medida que alcanzamos la madurez y la fuerza democráticas para ello.

De manera que resulta inadmisible que un personaje, con todo y lo carismático o mesiánico que sea o parezca, y con todo el poder real que posee, venga a poner en tela de juicio, a cuestionar el trabajo que efectuamos todos los mexicanos para crear, sostener y fortalecer a esta institución.

Al INE lo integramos todos los mexicanos (y poseemos la credencial que nos lo acredita). Constituimos la mayoría que se rehúsa a suscribir el denuesto descalificador del presidente porque tenemos fe cívica puesta en nuestras instituciones, y nos negamos a concederle anticipada y gratuitamente la victoria que pretende, en las cercanías de la demencia y de los comicios del 6 de junio próximo.

¿SIMPLE CIUDADANO?

Dice Fustel de Coulanges que "las antiguas ciudades castigaban la mayoría de las faltas cometidas contra ellas despojando al culpable de su calidad de ciudadano."

Añade que el hombre que sufría esta pena perdía todos los derechos políticos, religiosos y civiles. No podía fungir como testigo ni quejarse ante la autoridad, por lo que cualquiera podía dañarlo impunemente.

En su Política, Aristóteles definió al ciudadano como el que tiene derecho a participar en el poder deliberativo o judicial, es decir determinar el sentido de las decisiones que atañen a la vida pública o la administración de justicia.

Cuando Saulo de Tarso (san Pablo en la nómina cristiana) fue aprehendido por los soldados del imperio romano acusado de haberse afiliado a la doctrina que predicó el profeta Jesús, y que por ello iba a ser encarcelado, presentó un recurso infalible para evitarlo:

- Soy ciudadano de Roma.

Rousseau llama "asociados" de una ciudad a los que toman colectivamente el nombre de "pueblo", y particularmente el de "ciudadanos" como partícipes de la autoridad soberana.

El término "ciudadano" tuvo una connotación singular durante y posteriormente a la Revolución Francesa: la de republicano, antimonárquico y, por supuesto, revolucionario. Entonces, tener aquella calidad otorgaba un privilegio y una distinción.

Todavía, quizá como reminiscencia de ese tiempo, persiste la costumbre de anteponer a los grados académicos de las personas (modernos títulos de nobleza republicana), el muy estimable de ciudadano.

De acuerdo con la Constitución General de nuestro país, tienen el carácter de ciudadanos los mexicanos, mujeres y hombres, que hayan cumplido dieciocho años de edad y tengan un modo honesto de vivir.

Pero ello es insuficiente: deben cumplir, además, varias obligaciones para estar en posibilidad de disfrutar los derechos respectivos.

En cambio, la ciudadanía puede ser suspendida si dejan de cumplirse aquellos deberes o si se está sujeto a proceso criminal o purgando una pena en la cárcel, por vagancia, ebriedad habitual y estar prófugo de la justicia. Puede, incluso, llegar a ser cancelada definitivamente dicha calidad, de acuerdo a la ley o a la gravedad de la falta.

Es decir que ser ciudadano tiene su jerarquía. Debe, por tanto, dejarse de pensar que para serlo basta con haber cumplido dieciocho años de edad.

Consecuentemente, sólo una parte de quienes en este país tienen esos años o más de vida poseen el derecho de votar, como en otros tiempos y lugares tampoco lo tenían las mujeres (en México hasta 1953), los proletarios, los criados, los analfabetos y los esclavos.

La ciudadanía y el sufragio son figuras políticas más o menos recientes de la historia mexicana. Tal vez por eso aún tenemos que aprender a medir suficientemente su significación y trascendencia en nuestros afanes por alcanzar la plenitud de la convivencia democrática.

En tal contexto es inexistente, pues, el simple ciudadano.

Serlo es más complejo e importante de lo que aparenta, como que con su voto es capaz de enderezar la marcha histórica de la nación.

De la misma forma que una escuela se halla compuesta por todos los actores de la tarea educativa a más del director y los maestros; así como a una iglesia la compone toda la feligresía a más de sus ministros; de idéntico modo que una organización cualquiera está estructurada por todos sus elementos a más de quienes la dirigen, al Instituto Nacional Electoral, el INE, lo formamos todos y cada uno de los ciudadanos que vivimos en este país.

El INE es el organismo en que los ciudadanos de la República nos hemos aglutinado para asegurar el buen desarrollo de las elecciones y designar mediante procesos legítimos a las autoridades federales, de los estados y los municipios.

Todos: mexicanos en edad y condiciones de sufragar, funcionarios de casillas, representantes de partidos y candidatos, delegados distritales, directivos nacionales, inclusive observadores nacionales y de otras varias partes del mundo, en fin, nos constituimos en una enorme maquinaria garante de la validez de la votación en todas las entidades que integran la federación mexicana.

Costó trabajo llegar a la ciudadanización del transcurso eleccionario, pero fue logrado a medida que alcanzamos la madurez y la fuerza democráticas para ello.

De manera que resulta inadmisible que un personaje, con todo y lo carismático o mesiánico que sea o parezca, y con todo el poder real que posee, venga a poner en tela de juicio, a cuestionar el trabajo que efectuamos todos los mexicanos para crear, sostener y fortalecer a esta institución.

Al INE lo integramos todos los mexicanos (y poseemos la credencial que nos lo acredita). Constituimos la mayoría que se rehúsa a suscribir el denuesto descalificador del presidente porque tenemos fe cívica puesta en nuestras instituciones, y nos negamos a concederle anticipada y gratuitamente la victoria que pretende, en las cercanías de la demencia y de los comicios del 6 de junio próximo.

¿SIMPLE CIUDADANO?

Dice Fustel de Coulanges que "las antiguas ciudades castigaban la mayoría de las faltas cometidas contra ellas despojando al culpable de su calidad de ciudadano."

Añade que el hombre que sufría esta pena perdía todos los derechos políticos, religiosos y civiles. No podía fungir como testigo ni quejarse ante la autoridad, por lo que cualquiera podía dañarlo impunemente.

En su Política, Aristóteles definió al ciudadano como el que tiene derecho a participar en el poder deliberativo o judicial, es decir determinar el sentido de las decisiones que atañen a la vida pública o la administración de justicia.

Cuando Saulo de Tarso (san Pablo en la nómina cristiana) fue aprehendido por los soldados del imperio romano acusado de haberse afiliado a la doctrina que predicó el profeta Jesús, y que por ello iba a ser encarcelado, presentó un recurso infalible para evitarlo:

- Soy ciudadano de Roma.

Rousseau llama "asociados" de una ciudad a los que toman colectivamente el nombre de "pueblo", y particularmente el de "ciudadanos" como partícipes de la autoridad soberana.

El término "ciudadano" tuvo una connotación singular durante y posteriormente a la Revolución Francesa: la de republicano, antimonárquico y, por supuesto, revolucionario. Entonces, tener aquella calidad otorgaba un privilegio y una distinción.

Todavía, quizá como reminiscencia de ese tiempo, persiste la costumbre de anteponer a los grados académicos de las personas (modernos títulos de nobleza republicana), el muy estimable de ciudadano.

De acuerdo con la Constitución General de nuestro país, tienen el carácter de ciudadanos los mexicanos, mujeres y hombres, que hayan cumplido dieciocho años de edad y tengan un modo honesto de vivir.

Pero ello es insuficiente: deben cumplir, además, varias obligaciones para estar en posibilidad de disfrutar los derechos respectivos.

En cambio, la ciudadanía puede ser suspendida si dejan de cumplirse aquellos deberes o si se está sujeto a proceso criminal o purgando una pena en la cárcel, por vagancia, ebriedad habitual y estar prófugo de la justicia. Puede, incluso, llegar a ser cancelada definitivamente dicha calidad, de acuerdo a la ley o a la gravedad de la falta.

Es decir que ser ciudadano tiene su jerarquía. Debe, por tanto, dejarse de pensar que para serlo basta con haber cumplido dieciocho años de edad.

Consecuentemente, sólo una parte de quienes en este país tienen esos años o más de vida poseen el derecho de votar, como en otros tiempos y lugares tampoco lo tenían las mujeres (en México hasta 1953), los proletarios, los criados, los analfabetos y los esclavos.

La ciudadanía y el sufragio son figuras políticas más o menos recientes de la historia mexicana. Tal vez por eso aún tenemos que aprender a medir suficientemente su significación y trascendencia en nuestros afanes por alcanzar la plenitud de la convivencia democrática.

En tal contexto es inexistente, pues, el simple ciudadano.

Serlo es más complejo e importante de lo que aparenta, como que con su voto es capaz de enderezar la marcha histórica de la nación.