/ domingo 15 de noviembre de 2020

California mexicana: vocación de libertad

Para quien se adentra en los estudios históricos de la primera California, la mexicana, paulatinamente se va haciendo patente el espíritu de libertad e independencia de sus pobladores, desde sus más remotos orígenes hasta el tiempo presente.

Corresponde a otras disciplinas hurgar en las causas de dicha disposición libertaria, lo cierto es que se halla documentada en todas las etapas del devenir californiano, desde momentos tan tempranos como la llegada de los primeros europeos, en 1533, que a resultas del motín encabezado por el piloto Fortún Ximénez en la nave que constituyó la cuarta expedición patrocinada por Cortés al noroeste de Nueva España, siguiendo el derrotero de su viaje topó con el sitio que dos años después sería nombrado Santa Cruz por el propio don Hernando, hoy La Paz, capital de California Sur.

Ahí los alzados debieron enfrentar el rechazo de los nativos, quienes dieron muerte a varios de ellos, incluido el mismo Ximénez. Carlos Lazcano sostiene que la razón verdadera de la oposición, más que el celo por sus mujeres, fue la defensa que los grupos originarios hicieron de las fuentes de agua, lo cual es comprensible por la escasez de ésta en buena parte de la mitad sureña peninsular hasta nuestros días.

Ningún registro hay de antagonismo alguno de Cortés con las etnias de la región, a pesar de que permaneció en ella durante casi un año. Los esquivos aborígenes jamás cedieron a los comedidos intentos de formar parte de la ocupación que, aunque pacífica, resultó materialmente frustrante para los proyectos del Conquistador. Sin embargo, su presencia dejó el nombre de California a la provincia y su mar interior, más el conocimiento de éstos para la cartografía.

En 1683, la expedición del almirante Isidro de Atondo que llegó a La Paz con los jesuitas Eusebio Francisco Kino, Pedro Matías Goñi y Juan Bautista Copart en otro intento de cautivar a la evasiva California, sufrió el antagonismo nativo a grado tal que los obligó a trasladarse a un punto más al norte que bautizaron como San Bruno, la primera misión californiana que duró apenas dos años.

En 1697, Kino y el también jesuita Juan María de Salvatierra recibieron de manos del virrey la licencia para misionar en California, apercibidos de que ello sería sin ninguna aportación de las arcas reales, aunque con el privilegio de nombrar y cubrir el pago a sus propias autoridades.

Lo primero significó que debían asumir todos los costos de la empresa, para lo cual fundaron el Fondo Piadoso de las Californias, en base a contribuciones personales, nutrido más tarde con herencias y legados de quienes así se aseguraban las delicias de la vida eterna.

Lo segundo representó una singularidad del empeño evangelizador en California, pues todo ahí pudo desenvolverse ajeno al poder civil, que los sucesivos gobiernos virreinales intentaron revertir sin resultado favorable para ellos, pues la soberanía era gran ventaja para el proyecto jesuítico, que jamás permitió la contratación de mano de obra indígena, primero para la pesquería de perlas, después para la minería y enseguida para otras tareas. Los miembros de la Compañía de Jesús en California jamás cedieron a los embates en este sentido.

Durante la prevalencia del régimen jesuítico en California (y lo anoto en párrafo aparte para acentuarlo), lo anterior impidió que en la provincia se ejerciesen prácticas nefandas de explotación humana como el repartimiento, la encomienda, el trabajo forzoso y la esclavitud, que desde el comienzo del periodo virreinal habían tomado asiento en el resto de Nueva España, y que dejaron evidentes secuelas en el resto de la nación hasta el tiempo presente.

Así, Salvatierra y sus acompañantes fundaron la primera misión californiana permanente de Nuestra Señora de Loreto el 25 de octubre de 1697, y a principios de noviembre tuvieron que resistir los primeros ataques de las huestes autóctonas. Durante los siguientes setenta años de desarrollo misional, cada sacerdote debió vivir escoltado por lo menos de un par de soldados en prevención de las agresiones de los naturales que se manifestaban periódicamente como formas de resistencia a la nueva cultura, cuya presencia les significaba la negación de la propia, cimentada en sus costumbres ancestrales, lengua, explicación del mundo y espíritu de ilimitada libertad.

Su momento más trágico fue la rebelión de 1734 que se inició en Santiago Aiñiní, siguió a San José del Cabo Añuití y avanzó hasta la norteña misión de San Ignacio Kadaacamán, que se pudo apaciguar dos años después.

Varios son los testimonios de los siglos XIX y XX siguientes (ya publicados en esta misma columna), de propios y visitantes, alusivos a la permanente, obstinada e indeclinable actitud libertaria de los californios, vocación de legítima y beligerante autonomía de esta California, ahora estado libre y soberano de Baja California Sur.

Para quien se adentra en los estudios históricos de la primera California, la mexicana, paulatinamente se va haciendo patente el espíritu de libertad e independencia de sus pobladores, desde sus más remotos orígenes hasta el tiempo presente.

Corresponde a otras disciplinas hurgar en las causas de dicha disposición libertaria, lo cierto es que se halla documentada en todas las etapas del devenir californiano, desde momentos tan tempranos como la llegada de los primeros europeos, en 1533, que a resultas del motín encabezado por el piloto Fortún Ximénez en la nave que constituyó la cuarta expedición patrocinada por Cortés al noroeste de Nueva España, siguiendo el derrotero de su viaje topó con el sitio que dos años después sería nombrado Santa Cruz por el propio don Hernando, hoy La Paz, capital de California Sur.

Ahí los alzados debieron enfrentar el rechazo de los nativos, quienes dieron muerte a varios de ellos, incluido el mismo Ximénez. Carlos Lazcano sostiene que la razón verdadera de la oposición, más que el celo por sus mujeres, fue la defensa que los grupos originarios hicieron de las fuentes de agua, lo cual es comprensible por la escasez de ésta en buena parte de la mitad sureña peninsular hasta nuestros días.

Ningún registro hay de antagonismo alguno de Cortés con las etnias de la región, a pesar de que permaneció en ella durante casi un año. Los esquivos aborígenes jamás cedieron a los comedidos intentos de formar parte de la ocupación que, aunque pacífica, resultó materialmente frustrante para los proyectos del Conquistador. Sin embargo, su presencia dejó el nombre de California a la provincia y su mar interior, más el conocimiento de éstos para la cartografía.

En 1683, la expedición del almirante Isidro de Atondo que llegó a La Paz con los jesuitas Eusebio Francisco Kino, Pedro Matías Goñi y Juan Bautista Copart en otro intento de cautivar a la evasiva California, sufrió el antagonismo nativo a grado tal que los obligó a trasladarse a un punto más al norte que bautizaron como San Bruno, la primera misión californiana que duró apenas dos años.

En 1697, Kino y el también jesuita Juan María de Salvatierra recibieron de manos del virrey la licencia para misionar en California, apercibidos de que ello sería sin ninguna aportación de las arcas reales, aunque con el privilegio de nombrar y cubrir el pago a sus propias autoridades.

Lo primero significó que debían asumir todos los costos de la empresa, para lo cual fundaron el Fondo Piadoso de las Californias, en base a contribuciones personales, nutrido más tarde con herencias y legados de quienes así se aseguraban las delicias de la vida eterna.

Lo segundo representó una singularidad del empeño evangelizador en California, pues todo ahí pudo desenvolverse ajeno al poder civil, que los sucesivos gobiernos virreinales intentaron revertir sin resultado favorable para ellos, pues la soberanía era gran ventaja para el proyecto jesuítico, que jamás permitió la contratación de mano de obra indígena, primero para la pesquería de perlas, después para la minería y enseguida para otras tareas. Los miembros de la Compañía de Jesús en California jamás cedieron a los embates en este sentido.

Durante la prevalencia del régimen jesuítico en California (y lo anoto en párrafo aparte para acentuarlo), lo anterior impidió que en la provincia se ejerciesen prácticas nefandas de explotación humana como el repartimiento, la encomienda, el trabajo forzoso y la esclavitud, que desde el comienzo del periodo virreinal habían tomado asiento en el resto de Nueva España, y que dejaron evidentes secuelas en el resto de la nación hasta el tiempo presente.

Así, Salvatierra y sus acompañantes fundaron la primera misión californiana permanente de Nuestra Señora de Loreto el 25 de octubre de 1697, y a principios de noviembre tuvieron que resistir los primeros ataques de las huestes autóctonas. Durante los siguientes setenta años de desarrollo misional, cada sacerdote debió vivir escoltado por lo menos de un par de soldados en prevención de las agresiones de los naturales que se manifestaban periódicamente como formas de resistencia a la nueva cultura, cuya presencia les significaba la negación de la propia, cimentada en sus costumbres ancestrales, lengua, explicación del mundo y espíritu de ilimitada libertad.

Su momento más trágico fue la rebelión de 1734 que se inició en Santiago Aiñiní, siguió a San José del Cabo Añuití y avanzó hasta la norteña misión de San Ignacio Kadaacamán, que se pudo apaciguar dos años después.

Varios son los testimonios de los siglos XIX y XX siguientes (ya publicados en esta misma columna), de propios y visitantes, alusivos a la permanente, obstinada e indeclinable actitud libertaria de los californios, vocación de legítima y beligerante autonomía de esta California, ahora estado libre y soberano de Baja California Sur.