/ domingo 17 de mayo de 2020

Amistad de medio siglo

Cincuenta años disfruté la amistad de Miguel León-Portilla. Su cercanía con nuestra California comenzó en 1969, año mismo en que tuve la fortuna de ser comisionado por mi jefe Armando Trasviña Taylor para atender la visita del académico y su esposa Ascensión Hernández Triviño a La Paz, de donde derivaron otras muchas “entradas” a lo que él siempre determinó llamar la California mexicana.

La naciente amistad produjo un constante intercambio epistolar que conservo entre mis papeles más apreciados, porque cada uno testimonia su afecto por la tierra californiana y permite percibir el acrecentamiento de un afecto que dio oportunidad también a mi familia de ser anfitriona de los León-Portilla Hernández y la pequeña María Luisa (Marisita).

De la primera de sus cartas (8 de mayo de 1969 desde la Ciudad de México) extraigo: “Me imagino que para estas fechas las señoritas [Guadalupe] Pérez San Vicente y [Beatriz] Arteaga están ya a punto de dejar concluida buena parte de su misión.” Al día siguiente de esta misiva, las damas en mención, comisionadas por ML-P, director del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, entregaron al gobernador Hugo Cervantes del Río el acervo originario inicialmente organizado del Archivo Histórico de BCS.

Siguió una correspondencia abundante, con esporádicas conversaciones telefónicas, en que hacía el favor de participarme evidencias de su permanente, entusiasta y productiva devoción californiana, y por mi parte lo ponía al tanto de las novedades locales que consideraba de su interés, todo ello con frecuente reciprocidad bibliográfica. Así también desde su estadía en el AGI de Sevilla, como cronista de la Ciudad de México, el sabático en la Universidad de Arizona, la recepción del doctorado HC en Tel Aviv, la residencia en París como embajador de México ante la UNESCO, donde logró la declaración de Reserva de la Biósfera del desierto de Sebastián Vizcaíno el 30 de noviembre de 1988.

Valga abundar en que dicha Reserva comprende poco más de 2 millones y medio de hectáreas, en el municipio de Mulegé, y que 25 años después fue enlistada por la misma UNESCO como “Bien de Patrimonio Mundial Natural”, que comprende las lagunas Ojo de Liebre y San Ignacio, tanto como sus alrededores, así como ecosistemas marinos y terrestres, con lo cual está protegida gran diversidad biológica y ayuda a mantener la riqueza de los procesos de mar-tierra. Todo ello debemos acreditarlo íntegramente al empeño de este misionero californiano del siglo XX.

La última de sus cartas fue del 31 de marzo de 1997, que termina, como siempre, con “un abrazo de tu amigo que mucho te aprecia...”

Y entonces comenzó, igualmente constante, la comunicación por correo electrónico hasta que el deterioro de su salud le impidió continuarla. Pero antes me invitó a estar presente en el acto de reconocimiento que le ofreció la UdeG en la capital de Jalisco en noviembre de 2010, al que asistí con el mayor gusto.

Con quebranto ya severo de la salud, todavía pudo viajar a La Paz en 2016 para recibir el doctorado Honoris Causa (penúltimo de treinta, aunque “era el que me faltaba”, según me confió) que le otorgó la UABCS, y el homenaje del Congreso sudcaliforniano. En ambos actos expresó sendas lecciones de Californidad en que reiteró su pertenencia emocional y académica a esta ínsula “a la diestra mano de las Indias”.

Gesto cimero de su generosidad fue presentar mi candidatura, con los doctores Ascensión Hernández Triviño y Patrick Johansson Keraudren, como miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, que fue aprobada a finales de 2017.

A principios de 2019 estuve para saludarlo en el hospital Español, de la Ciudad de México, pero para entonces su delicada condición sólo permitía la presencia con él de los médicos y enfermeras, su esposa e hija.

El 1 de octubre siguiente cerró la vida del último sabio mexicano para entrar al recinto de los preclaros hijos de este país y de la California mexicana que adoptó como propia.

Para alojarse con merecimiento incuestionable en el reconocimiento de quienes lo valoramos y quisimos.

De quienes lo justipreciamos y queremos…

Cincuenta años disfruté la amistad de Miguel León-Portilla. Su cercanía con nuestra California comenzó en 1969, año mismo en que tuve la fortuna de ser comisionado por mi jefe Armando Trasviña Taylor para atender la visita del académico y su esposa Ascensión Hernández Triviño a La Paz, de donde derivaron otras muchas “entradas” a lo que él siempre determinó llamar la California mexicana.

La naciente amistad produjo un constante intercambio epistolar que conservo entre mis papeles más apreciados, porque cada uno testimonia su afecto por la tierra californiana y permite percibir el acrecentamiento de un afecto que dio oportunidad también a mi familia de ser anfitriona de los León-Portilla Hernández y la pequeña María Luisa (Marisita).

De la primera de sus cartas (8 de mayo de 1969 desde la Ciudad de México) extraigo: “Me imagino que para estas fechas las señoritas [Guadalupe] Pérez San Vicente y [Beatriz] Arteaga están ya a punto de dejar concluida buena parte de su misión.” Al día siguiente de esta misiva, las damas en mención, comisionadas por ML-P, director del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, entregaron al gobernador Hugo Cervantes del Río el acervo originario inicialmente organizado del Archivo Histórico de BCS.

Siguió una correspondencia abundante, con esporádicas conversaciones telefónicas, en que hacía el favor de participarme evidencias de su permanente, entusiasta y productiva devoción californiana, y por mi parte lo ponía al tanto de las novedades locales que consideraba de su interés, todo ello con frecuente reciprocidad bibliográfica. Así también desde su estadía en el AGI de Sevilla, como cronista de la Ciudad de México, el sabático en la Universidad de Arizona, la recepción del doctorado HC en Tel Aviv, la residencia en París como embajador de México ante la UNESCO, donde logró la declaración de Reserva de la Biósfera del desierto de Sebastián Vizcaíno el 30 de noviembre de 1988.

Valga abundar en que dicha Reserva comprende poco más de 2 millones y medio de hectáreas, en el municipio de Mulegé, y que 25 años después fue enlistada por la misma UNESCO como “Bien de Patrimonio Mundial Natural”, que comprende las lagunas Ojo de Liebre y San Ignacio, tanto como sus alrededores, así como ecosistemas marinos y terrestres, con lo cual está protegida gran diversidad biológica y ayuda a mantener la riqueza de los procesos de mar-tierra. Todo ello debemos acreditarlo íntegramente al empeño de este misionero californiano del siglo XX.

La última de sus cartas fue del 31 de marzo de 1997, que termina, como siempre, con “un abrazo de tu amigo que mucho te aprecia...”

Y entonces comenzó, igualmente constante, la comunicación por correo electrónico hasta que el deterioro de su salud le impidió continuarla. Pero antes me invitó a estar presente en el acto de reconocimiento que le ofreció la UdeG en la capital de Jalisco en noviembre de 2010, al que asistí con el mayor gusto.

Con quebranto ya severo de la salud, todavía pudo viajar a La Paz en 2016 para recibir el doctorado Honoris Causa (penúltimo de treinta, aunque “era el que me faltaba”, según me confió) que le otorgó la UABCS, y el homenaje del Congreso sudcaliforniano. En ambos actos expresó sendas lecciones de Californidad en que reiteró su pertenencia emocional y académica a esta ínsula “a la diestra mano de las Indias”.

Gesto cimero de su generosidad fue presentar mi candidatura, con los doctores Ascensión Hernández Triviño y Patrick Johansson Keraudren, como miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, que fue aprobada a finales de 2017.

A principios de 2019 estuve para saludarlo en el hospital Español, de la Ciudad de México, pero para entonces su delicada condición sólo permitía la presencia con él de los médicos y enfermeras, su esposa e hija.

El 1 de octubre siguiente cerró la vida del último sabio mexicano para entrar al recinto de los preclaros hijos de este país y de la California mexicana que adoptó como propia.

Para alojarse con merecimiento incuestionable en el reconocimiento de quienes lo valoramos y quisimos.

De quienes lo justipreciamos y queremos…